Si se define una nación por la voluntad y la adhesión emocional de sus componentes, Cataluña sin duda lo es. Pero si dejamos de lado las emociones y discutimos sobre entes soberanos se ve con más claridad que la declaración de independencia es inviable
Una vez más, vuelve a plantearse el problema de la distribución territorial del poder en este país como un enfrentamiento entre Cataluña y España, presentados como entes esenciales y monolíticos en lugar de sociedades complejas donde hay muy diversos individuos, grupos y opiniones. No hay más que leer la carta del president Mas en la que nos revela lo que Cataluña “quiere”, “ama” o “busca”. Ojalá lográramos que estos entes bajaran del Olimpo y hablaran por sí mismos. Pero nos hablan sus portavoces —autoproclamados—, que coinciden, por cierto, en algo: en negarle al contrario el título de nación. Cataluña no es una nación, dicen los españolistas; ya le concedimos “nacionalidad”, hace cuarenta años; demasiado fue. España no es una nación, replican los catalanistas, sino un mero “Estado”; o sea, no es una realidad “natural”, dotada de derechos, sino un ente artificial e impuesto.
¿Qué es una nación? Se ha intentado mil veces definirla según criterios “objetivos” y ninguno funciona. ¿Se basa en la raza? Vade retro, Satanás, el concepto es peligroso y está, por suerte, obsoleto. ¿En la religión? Importa poco en nuestras secularizadas sociedades y, además, una religión abarca muchas naciones y una nación tiene varias religiones. ¿En la lengua? Hay varios miles de lenguas en el planeta, sin contar dialectos (que nadie sabe en qué se diferencian de las lenguas), y tampoco coinciden con las naciones. Al final, lo que de verdad define a la nación es un elemento subjetivo: son grupos de individuos que creen compartir ciertos rasgos culturales y viven sobre un territorio al que consideran propio. El factor clave es, por tanto, la creencia, la voluntad, la adhesión emocional de sus componentes.
Vistas así las cosas, es innegable que Cataluña es una nación, porque así lo creen y quieren la mayoría de sus habitantes. Pero, exactamente por la misma razón, España también lo es; porque hay muchos millones de personas que se sienten españoles. Y quienes se niegan a decir “España”, sustituyéndolo por “Estado español”, están ofendiendo —y lo saben— a todos aquellos para quienes tal palabra tiene un alto contenido emocional.
El otro día, en una carta abierta —bien intencionada, creo—, el expresidente Felipe González comparaba incidentalmente la situación catalana con los fascismos de los años treinta. Ofendió con ello al nacionalismo catalán, que presume de un pasado democrático impecable. Fue un error. Pero eso no significa que entre nacionalismos y fascismos no haya ninguna relación. Por el contrario, el fascismo es, entre otras cosas, una afirmación radical de la nación.
Pero el nacionalismo puede combinarse con otros muchos proyectos y programas políticos. Puede, para empezar, fundamentar la democracia, en definitiva el derecho de una colectividad a decidir sus propios destinos. Pero ojo, porque también puede justificar una dictadura, el derecho de un líder iluminado, que conoce como nadie los deseos y destinos de su patria, a imponérselos a sus conciudadanos sin consultarles nunca nada. Igualmente, el nacionalismo puede combinarse con un programa radicalmente modernizador (la revolución Meijí, en Japón), para poner al país en condiciones de competir con sus rivales; y, al revés, puede ser contrario a toda innovación, en nombre de las tradiciones heredadas que constituyen la identidad nacional. El nacionalismo es igualmente compatible con un imperialismo expansionista, sobre pueblos considerados inferiores, así como con lo opuesto, un movimiento de liberación nacional antiimperialista. Y puede servir para ampliar los espacios políticos (Alemania, Italia, en el siglo XIX) o para dividirlos, como pretenden hoy los nacionalismos secesionistas.
El nacionalismo es, en resumen, una fórmula política versátil, la más versátil de todas las que en el mundo moderno han servido para legitimar el poder. Con lo que indiscutiblemente el nacionalismo se relaciona siempre es con la creación y el fortalecimiento de los Estados modernos. Así ocurrió en Europa y así se ha repetido en los territorios que un día fueron sus colonias. Ese ente incorpóreo llamado nación ha sido la justificación, la coartada, en que se han apoyado con mayor frecuencia los Estados modernos, esas estructuras político-administrativas que controlan un territorio y la población que lo habita.
Centrémonos, pues, en el Estado y dejemos de lado la nación. Dejemos el aspecto emocional —mamá te quería más que a mí—, sobre el que el acuerdo es siempre imposible, y discutamos lo práctico —el piso que te dejó vale más que el mío—, las ventajas e inconvenientes que hoy puede tener poseer un Estado. ¿Qué significaría un Estado independiente para un ciudadano catalán actual? Fronteras, los independentistas dicen que no quieren crearlas, que pretenden seguir en el espacio Schengen. Moneda, tampoco, pues prometen continuar con el euro. Ejército, no es su prioridad. Déficit fiscal, es discutible y además aseguran que son y van a seguir siendo muy solidarios. Bandera e himno, ya los tienen, los tenemos todos, y en abundancia. En términos prácticos, incluso si el proceso de secesión no fuera traumático ni costoso —cosa improbable—, la vida del ciudadano de a pie seguiría siendo muy parecida a la actual. Lo único nuevo serían unas compensaciones emocionales: saber que está en su casa, en Cataluña, fuera de las garras de la opresora España.
Quienes sí obtendrían algo más que recompensas simbólicas serían las élites políticas barcelonesas, que pasarían de ser autoridades regionales a estatales. Subirían de rango, aumentarían su poder y recibirían mayores honores en sus visitas al exterior. Los ciudadanos catalanes deberían pensarse si vale la pena embarcarse en tan arriesgada aventura para que se beneficien sólo los políticos de su capital.
Plantear la operación en términos de Estados, y no de naciones, tiene también la ventaja de que se pueden calcular mejor sus perspectivas de éxito. En el mundo actual hay 200 Estados, frente a unas 6.000 comunidades humanas que se consideran naciones. El planeta, reconozcámoslo, sería mucho más difícilmente gobernable si multiplicamos por treinta la actual cifra de Estados. Aumentar el número de entes soberanos es lo contrario del objetivo de la Unión Europea, que es disminuir la soberanía de los Estados hasta acabar, idealmente, fusionándolos. Pero, sobre todo, no es realista pensar que los Estados actuales aceptarán iniciar ese proceso de subdivisión. Menos aún cuando el ensueño independentista catalán ha llevado a algún visionario a anunciar sus ambiciones sobre los països de su imperio medieval (también bajo el franquismo enseñaban a los niños a soñar con las posesiones “españolas” del gran momento imperial: América, Portugal, Orán, Argel…). Es obvio que Francia no quiere ni oír hablar de un Estado nuevo con ambiciones irredentistas sobre su territorio.
No se le ve, por tanto, viabilidad a una declaración de independencia que el Gobierno español recusaría, que no sería reconocida por los Estados europeos ni por casi ningún otro del mundo, que sería conflictiva y costosa y que sólo beneficiaría a algunos políticos. Ese es mi análisis. Espero haberlo expuesto de manera razonada y no haber escrito ningún “libelo incendiario”, señor Mas. Por cierto, la carta de González tampoco lo era, salvo esa desafortunada referencia.
EL PAIS