La confesión

 

La Santa Madre Iglesia, muy sabiamente, ha fabricado un método perfecto de perdón de los pecados, método convertido en sacramento. Según el cual, el fiel explica en voz baja al confesor sus delitos, incluidos o no en el código del derecho moral, el confesado expresa un arrepentimiento que se supone sincero, el confesor impone una penitencia, y allí se acaba todo.

Es un ritual impecable, secreto, que deja el alma limpia de culpa y, con frecuencia, dispuesta a empezar de nuevo y a repetir, dado que el remedio está siempre al alcance. Para los japoneses, por el contrario, amantes del ceremonial y los rigores formales, parece que sólo cuenta la confesión pública y una humilde solicitud de perdón, en forma de gestos de contrición igualmente públicos, inclinaciones repetidas, cara compungida y, tradicionalmente, en los casos más extremos y solemnes, la práctica suprema del harakiri. Nadie me obligaba a escribir una sola línea sobre la confesión del señor Jordi Pujol, materia delicada sobre todo cuando se tiene detrás, como es mi caso, muchos años de admiración y eventualmente de trato personal. Pero la confesión ha sido hecha, escrita y firmada, y es una confesión pública. No es el relato en voz baja de unos pecados personales y discretos, que merecerían absolución y una leve penitencia. Es el reconocimiento de unos hechos gravísimos, o de un solo gran pecado pero de tan larga duración que resulta difícil de entender que el pecador no hubiera encontrado antes el tiempo o la oportunidad de confesarlo. Pero salir de la oscuridad a la luz, de la negación a la confesión, en este tipo de errores o de culpas, tiene un punto de aceptación del deshonor como efecto o resultado de la ocultación tan larga de la culpa. Las consecuencias, pues, no son una simple penitencia de confesionario, del orden de un padrenuestro y tres avemarías, ni siquiera de castigarse privadamente el cuerpo con azotes y ayunos. Son más bien del orden del suicidio de los caballeros japoneses, porque Jordi Pujol sabía, o debía saber, que confesar en público equivalía a un acto de autonegación, de destrucción de la figura, imagen y persona visible que él mismo había construido a lo largo de más de medio siglo. Es tanto como decir: yo no era sólo aquel hombre que todos pensabais que era, era también otro, escondía una parte de persona diferente, inconfesable, que ahora puede destruir la persona entera.

Mientras tanto, con respecto a la persona pública y entera, recuerdo una tarde de septiembre en Balaguer, donde coincidí con una visita del presidente. A su lado, recorrí las calles y las plazas, mirando como descorría velozmente cortinillas de placas de inauguraciones, saludaba a todos, se acordaba del señor Ramón y de la señora Pepita, charlaba animadamente, hasta que llegamos a un tablado en la orilla del río, donde se hacía el acto final de la jornada, tal vez en memoria del conde de Urgell. La tarde era infame, se levantó un gran viento, cayeron gotas grandes, volaban hojas, se arremolinaba el polvo, y el presidente Pujol hizo un discurso optimista y encendido: Cataluña va bien pero debe ir mejor, hemos hecho muchas cosas y debemos hacer más. Sobre las cabezas de la gente extática se alzaban banderas y polvo y paraguas vueltos por el vendaval. No aflojó nadie. Y este era el mismo Jordi Pujol que, de manera para mí inexplicable, se destruía lentamente por dentro mientras por fuera construía un país. Es un final de tragedia griega, donde los errores fatales, los pecados imperdonables, los delitos contra la justicia de los dioses, tienen finalmente su castigo implacable. No es de ninguna manera lo que un conocido periodista catalán ha escrito en el diario más importante de Madrid: “A la luz de las revelaciones, la acción y la historia de la piña familiar nacionalista alrededor del president fácilmente se adapta al relato vulgar y penoso de cualquier grupo humano, llámesele clan o mafia, conjurado en obtener el poder para enriquecerse y defender luego la riqueza ilegalmente obtenida, al igual que ha hecho Silvio Berlusconi en Italia durante dos décadas”. No es esta banalidad estúpida, no es eso. Es más bien lo que le escribe Carme Laura Gil, exconsejera y amiga fiel: “¿Cómo has podido ensuciar tu historia?, te he escuchado afirmar tantas veces que amabas con pasión a Cataluña y pese a ser verdad la has herido, y esto, estoy segura, es lo que hoy te duele. Y a nosotros, Presidente, nos dolerá, bien lo sabes, el dolor y la humillación con que tienes que convivir los años venideros; has roto algo más que tu imagen, has hecho añicos la confianza en la sinceridad de tus principios y has oscurecido el lugar que te había reservado la historia cuando ya no hay tiempo para escribir otra”. Es esto, y es el peor final imaginable.

Joan Francesc Mira
El Temps 1573