No hace mucho un buen amigo me recomendaba una lectura apasionante: una especie de autobiografía de Jan Karski que aquí hemos bautizado “Historia de un Estado clandestino” (Acantilado). Karski fue un destacado miembro de la resistencia polaca durante la ocupación nazi de su país y, además de participar de una lucha interior encarnizada contra la ocupación para mantener el espíritu de victoria intacto en los peores momentos de la historia europea, hizo de enlace entre la resistencia interior y el gobierno polaco en el exilio. Una resistencia que, por cierto, a pesar de sufrir el guetto de Varsovia y todas las atrocidades nazis -y más adelante soviéticas- inimaginables, aquí nunca ha tenido el predicamento que hemos dado a la resistencia francesa. La lectura se vuelve frenética, por una parte, porque nos muestra la dureza y disciplina de la resistencia clandestina en un país ocupado por la Gestapo donde ser descubierto equivalía a la muerte después de estremecedoras torturas. Son asombrosas tantas escaramuzas que terminan con un lacónico “no he sabido nada más”. La heroicidad de la gente que, a pesar de la evidencia de la arrolladora superioridad alemana, nunca perdieron la esperanza en la victoria y en una Polonia libre y democrática.
La lectura, sin embargo, es especialmente interesante desde el punto de vista catalán y desde la óptica del proceso que hemos iniciado. Explica Karski cómo la obsesión de la resistencia polaca fue, desde el inicio de la ocupación, la de mantener la legitimidad de un Estado polaco y de sus estructuras de gobierno. Por eso a Londres se trasladó “el Estado polaco” y no sólo un gobierno en el exilio. Por eso la unidad, la disciplina, el reconocimiento de todos los partidos -desde la extrema izquierda a la extrema derecha- de la autoridad del Estado polaco en el exterior, fueron la fuerza aglutinante que hizo mantener la cohesión nacional a pesar de las estratagemas nazi para inocular la traición, como consiguieron en Francia. En Polonia, el convencimiento de que el Estado seguía intacto, que sus estructuras se mantenían en funcionamiento, impidió que hubiera colaboracionistas. El país que había sufrido la derrota más brutal, que entre las tropas soviéticas y las nazis se esforzaba por sobrevivir, que veía la liberación como una quimera lejana, este país es en el que nadie dejó de confiar ni de trabajar juntos para mantener la independencia, un país donde nadie se avergonzaba de decirse patriota.
Me hacía pensar en todo esto, el triste espectáculo que este país, a veces, es capaz de darse. Es cierto que no sufrimos la ocupación nazi, pero también lo es que nuestra derrota significaría también la desaparición como nación. Y a pesar de ello, los partidos se instalan con displicencia en la pelea infantil de arañar unos cuantos votos, en la oposición mutua sistemática, en la demagogia y el populismo, en el cansancio argumental y la miseria intelectual. ¿Y la gente? La gente exige. Lo queremos todo y, si puede ser, gratis. Criticamos hasta la extenuación los recortes, pero a la vez nos espantamos cuando vemos los sueldos que se cobran en TV3. Elevamos al altar a presentadores que pontifican la exigencia ética mientras nos enteramos que durante años han cobrado sin hacer nada. Exigimos al gobierno un cierre fiscal de cajas mientras nos reímos de quien ingresa los impuestos a la Agencia Tributaria catalana.
No me cansaré nunca de repetirlo: necesitamos disciplina, unidad y confianza.
Jaume Claramunt
(*) http://www.molles.cat/2013/04/estructures-destat.html