No puedo callar, a pesar del riesgo de ser malentendido, que me inquieta el escándalo que se ha montado por los casos de presunta corrupción de algunos alcaldes de la Federació de Municipis de Catalunya. Y no, como puede suponerse, porque no considere condenable el cobro de sobresueldos ilegales, si este fuera el caso (cosa que todavía hay que demostrar). Me inquieta por los implícitos que contienen las condenas antes de juicio y que pueden derivar, desde mi punto de vista, en valoraciones erróneas sobre la realidad política y social del momento actual, ya bastante agitada y confusa de por sí.
Para empezar, no deberíamos precipitarnos en el juicio de unos hechos que todavía hay que aclarar. No es lo mismo atribuirse un sobresueldo de manera ilegal, cosa que podría ser el caso de alguno de los imputados, que discutir sobre la adecuación de la fórmula utilizada para pagar unos gastos vinculados al ejercicio de una tarea de representación. En cualquier caso, es muy grave calificar ciertas irregularidades formales de corrupción y, además, dar la impresión -que creo absolutamente equivocada- de que se trata de una corrupción generalizada entre políticos. La gran mayoría de los implicados en este asunto son gestores públicos de una honestidad probada, y ponerlos bajo sospecha por unas dietas mal administradas es verdaderamente injusto.
En segundo lugar, creo que la exageración del escándalo por un hecho como este despista sobre otros casos que, incluso ajustándose a la ley, deberían herir más gravemente la sensibilidad de la ciudadanía. Que la destitución de un cargo -sin ser despachado de la empresa, en la que conserva todo tipo de privilegios-, ni que se trate de una empresa privada, pueda ir acompañada de una indemnización de más de diez millones de euros, eso sí que es ofensivo. Y es indignante -aunque sea muy legal- que con dinero público se pague, por poner un ejemplo, el desplazamiento de unos cientos de cargos institucionales para asistir a la concesión -o no- de unos JJ.OO. en Buenos Aires. Y así, infinidad de casos de malas prácticas completamente legales.
No pretendo justificar nada, porque todavía no sabemos qué es lo que necesitaría justificación. Pero sí que creo -y en tercer lugar- que deberíamos darnos cuenta de la transición positiva que están haciendo el conjunto de las organizaciones públicas en relación con el uso de los recursos públicos. Precisamente, si ahora tienen que cambiar es porque hasta hace cuatro días existían unas prácticas consideradas normales que ahora son consideradas ilegítimas. Y no sólo por razones legales, también por razones morales. La drástica reducción de gastos suntuarios de las administraciones -cuando menos, de las catalanas, que son las que conozco- era una obligación moral imperiosa que ahora parece obvia, pero no lo era para nadie hace algunos años. Así, creería fuera de lugar que por haber asistido a algunas recepciones institucionales de la fiesta mayor de Terrassa o a un par de las antiguas celebraciones del Onze de Setembre del Parlament de Catalunya, todas ellas ya suprimidas, se me considerara corrupto, aunque el estar allí me convirtiera en cómplice -ahora todos lo vemos muy claro- de aquel despilfarro.
Desde mi punto de vista, y en cuarto lugar, creo que también es un error trasladar el juicio por los casos de irregularidad formal en los usos del dinero público, e incluso en los casos de corrupción demostrada, a una mera cuestión de integridad personal. Hay, ciertamente, gente deshonesta. Pero el problema al que nos enfrentamos no es tanto de calidad moral de las personas como de unos sistemas normativos inadecuados para garantizar un buen control del gasto público. He sostenido en varias ocasiones que la buena educación -y ahora lo extendería a las buenas prácticas en la gestión de los recursos públicos- no es una cuestión de convicciones, sino de convenciones. Es decir, que no sirven de gran cosa los grandes principios -como se solía decir, “el infierno está lleno de buenas intenciones”- porque lo que es determinante son las convenciones: las normas, los usos y costumbres, tanto si tienen un fundamento jurídico como si se trata de regulaciones no escritas pero aceptadas entre todos. Nos hacen falta, pues, mejores sistemas normativos, mecanismos que hagan transparentes a las administraciones y, en general, unos usos públicos y privados más exigentes.
En consecuencia, en el caso que nos ha ocupado estos días, deberíamos haber sido mucho más estrictos con la propia organización -valorando su necesidad política y su justificación en relación con los intereses municipales, considerando el éxito de sus objetivos y el rigor de sus mecanismos de gestión- en lugar de limitarnos a querer juzgar la moralidad de las personas implicadas. Y sería conveniente que el resto de administraciones públicas tomaran nota del caso de la Federació de Municipis, porque, tarde o temprano, a todas se les pasará el mismo rastrillo de la buena gestión. Incluso si no se han apartado de la legalidad, el ciudadano cada vez más pedirá cuentas de cómo se utilizan sus impuestos.
Ya he dicho que no pretendía justificar nada. Todo lo contrario: podría decirse de estas líneas que sugieren un fondo mayor de mala gestión todavía por descubrir. Pero sí insisto en afirmar que disparar perdigonadas sobre los gestores públicos no tan sólo puede ser injusto, sino que no ayuda a resolver el origen del problema. Aun más: creo que jugando al descrédito general de esta política que ahora algunos califican de vieja, se favorece el crecimiento de un populismo justiciero que podría acabar peor. Algunos piensan que ya es hora de sustituir todas las manzanas del cesto, por si alguna estuviera podrida. Mi opinión es que hay que cambiar de cesto.
La Vanguardia