Cada tierra hace su guerra…

La abdicación del penúltimo borbón ha introducido el debate monarquía/república entre la opinión pública española y, de rebote, en los Países Catalanes. Desde aquí, hay quienes piensan que es una cortina de humo para esconder, tras la cuestión de la forma de Estado, los problemas de fondo que la sociedad española no se atreve a resolver. Hay razones de peso que respaldan esta desconfianza, sobre todo, por la humillación sufrida, los últimos ocho años, en medio del silencio cómplice, cuando no el tufo anticatalán, de la masa española identificada nacionalmente con su gobierno. ¿Por qué narices, se pregunta la mayoría de gente que se ha roto la espalda para crear un nuevo escenario político, bajo hegemonía independentista, por qué motivos, se pregunta la calle, deberíamos desviarnos del camino abierto, al margen y contra la voluntad opresora de España? Que haya una hegemonía independentista, dirán otros, no quiere decir que todo el mundo tenga que comulgar con ella.

 

De hecho, han aparecido posiciones que propugnan la búsqueda de una convergencia política táctica entre catalanes y españoles, basada en las necesidades de cambio de la mayoría trabajadora atropellada por la “crisis”, harta de la corrupción, y cansada de la ineficiencia de las instituciones. Las masas populares, todas a una, querrían cambiar la situación en España y en los Países Catalanes. En este sentido, el clamor por una república social ligaría los anhelos de cambio general y abriría paso a “procesos constituyentes” de todo signo: forma de Estado, nueva constitución, resolución de los “problemas territoriales”, etcétera. Todo esto está muy bien sobre el papel, porque, sin negar la autonomía del proceso iniciado en el Principado, permitiría hacer entrar dentro de la corriente mayoritaria, a grupos importantes de gente de ideología republicana con el corazón dividido entre un sentimiento español, otro español-catalán, y uno catalán-español.

 

Confluirían, pues, en este momento histórico, la necesidad objetiva de derribar la monarquía con la voluntad de imponer el “derecho a decidir” sobre todos los problemas pendientes. Desde un punto de vista táctico, el planteamiento es irreprochable. Pero se topa con una serie de hechos de conciencia; y los hechos suelen ser irrefutables. El hecho primero es que somos nosotros, los que hemos creado el nuevo escenario; y nosotros deberemos resolver la cuestión más importante: el clamor por la independencia desde julio de 2010. El hecho segundo es que nos hemos tenido que batir contra el silencio, la hostilidad, el desprecio y el neocentralismo desatados en España, sin el apoyo, sino más bien lo contrario, de ningún grupo, partido, medio, o personalidad de la banda de allí. El hecho tercero es que el camino trillado tiene una meta, que es la consulta popular, general y democrática del Nueve de Noviembre a fin de decidir, desde nosotros y entre nosotros, cómo trabajaremos para liberarnos y emprender la resolución del montón de problemas que se nos echarán encima.

 

Y como nadie nos ha ayudado para llegar hasta aquí, se hace difícil el hacer pedagogía, por mucha voluntad que le pongamos, para cambiar una conciencia moral generalizada que se basa en la desconfianza y el recelo, si no en el resentimiento, frente a una sociedad como la española, que se mueva como se mueva, lo máximo que puede dedicar, desde sus sectores más avanzados, es: “Yo no estoy por la independencia, pero que los catalanes decidan lo que quieran”. Pues, muchas gracias. Porque, claro, lo que allí no pueden entender, y mucha gente de aquí, a veces, me temo que tampoco, es que por muchas y muy sofisticadas razones que nos ingeniemos para intentar modificar el curso de la historia, cuando ésta se mueve, suele ocurrir riada, y siempre nos coge durmiendo. Y nosotros, los humanos, que a menudo queremos mover la historia con mucha o poca conciencia, tenemos que intervenir, siempre a destiempo, a fin de canalizarla. En nuestro caso, las fuerzas que se han movilizado en los últimos años han generado una corriente profunda que tenemos que procurar que no se salga de cauce. Guste o no, allí o aquí, el cauce es el que es, porque está hecho precisamente por el esfuerzo humano de adaptarse a las contingencias de la historia. Hay otros, de cauces, pero no son los mismas. La pretensión de hacerlos todos iguales, con el Estado-nación como zapador, ha dado de si lo que está a la vista de todos. Hace falta, pues, que todo el caudal que puede convertirse en riada en pocos meses, no se nos niegue. Y que, en lugar de desbordarnos, riegue la tierra bien regada. Y para hacerlo bien hecho, también hará falta entender que el cauce catalán no lo ha hecho ni lo ha conservado el Principado en solitario, porque es patrimonio de toda la nación.

 

Pero, por ahora, es el Principado quien tiene la responsabilidad, alta y difícil, de procurar que no nos echen a perder. Bienvenidos, pues, al derecho de decidir. Solidaridad con todos los que lo practiquen. Pero la historia no da cheques en blanco a nadie. Y, si algo sabemos, desde aquí, es que, después de pasar tantas veces por la ventanilla de la historia, hemos salido de ella demasiadas veces con las manos en el bolsillo. Y quien no lo entienda ahora, tiempo tendrá de entenderlo, cuando practique el derecho de decidir por su cuenta y con su propio esfuerzo.

EL SINGULAR DIGITAL