La revuelta de la clase media

La abdicación del rey ha interrumpido de raíz el debate mil veces más relevante que teníamos abierto en Cataluña: el de la irrupción violenta de los que quieren vivir al margen del sistema pero acolchados con la manta del sistema. Informativamente, lo nuevo se come lo importante con la misma voracidad que el mercado impone su ley en cualquier otro sector de consumo. De manera que se ha retirado de escena la reflexión sobre lo que tan benévolamente llamamos modelos “alternativos” de vida para entretenernos con el golpe de teatralidad del mayor elenco de actores de la escena política española.

 

Propongo, no obstante, reanudar la discusión aparcada. El grave conflicto por el intento de derribo de Can Vies y su derivada violenta en las calles de Barcelona estalló como una perdigonada en todas direcciones. La atención principal se la llevó, por su virulencia, la gestión de los disturbios y la coacción a la autoridad democrática. Tocó recibir al ya dimitido director general de la Policía, los Mossos y hasta el alcalde de Barcelona. Todo, rodeado por el silencio cómplice del resto de actores políticos también comprometidos en el desalojo. Y, claro, adornado por el enfoque tonto de determinados medios que forzaban la simulación de un diálogo en plano de igualdad moral entre los portavoces enmascarados del caos organizado y los representantes del orden que habían de poner la otra mejilla con la seguridad de ser acusados de neofascistas.

 

Detrás de esta gestión del autoritarismo llamado revolucionario de las organizaciones antisistema -pero con mucha pinta de pataleta de niño consentido-, hay un problema de fondo, de cultura social y política, con letras mayúsculas. Me refiero a la mala relación que tenemos los catalanes con la autoridad, sea la de los padres y maestros, sea la de la policía, sea la de los representantes de las instituciones públicas en general. Un bloqueo, por otra parte, que lo suelen mostrar más acentuadamente los que deben ejercer la autoridad que los que tienen que obedecer.

 

Sin embargo. la resolución condescendiente del Ayuntamiento de Barcelona ante la amenaza violenta de un grupo de individuos que, después, son incapaces de asumir su responsabilidad, ha abierto todavía un nuevo frente de indignación social. Hablo de la irritación de unas clases medias dramáticamente empobrecidas pero que conservan un fuerte sentido de la decencia, la honestidad y la responsabilidad. De personas que con unas enormes dificultades pagan sus impuestos, la hipoteca o el alquiler, los recibos de la luz y el agua, y que todavía barren la acera de su casa ante la desidia de la administración. En definitiva, hablo de todos aquellos que tenemos la convicción de que estamos manteniendo toda una casta de sinvergüenzas, desde altos funcionarios y servidores públicos corruptos hasta miembros de consejos de administración de grandes empresas que obtienen prebendas insultantes a costa de nuestra precariedad, y además pagamos los caprichos de los “revolucionarios” que exigen la contribución incondicional de las instituciones públicas a su causa. Somos gente que, además, respondemos a nuestra conciencia con una sobrecarga de generosidad con los que vemos más desvalidos, muy cerca de nosotros, pagando cuotas a Cáritas o Cruz Roja y contribuyendo a colectas de alimentos, maratones televisivos o fiestas solidarias.

 

Las clases medias del país han ido aguantado con entereza estoica y mucha responsabilidad su empobrecimiento y las graves restricciones que se aplicaban a unos servicios públicos a los que han seguido contribuyendo a tocateja. Sin embargo, el escándalo de los abusos por arriba y por debajo ya es insoportable. Y si no se actúa con ejemplaridad, si además de estranguladas se sienten desamparadas, debido a su decencia no quemarán contenedores, pero acabarán votando en contra de quienes las han abandonado.

ARA