¿Recuerda lo de la zanahoria y el asno? Podría ser una buena metáfora de lo que tenemos por costumbre de llamar la ‘tercera vía’. Pero me da la impresión de que todos sabemos qué es y cómo es una zanahoria y, en cambio, nadie sabe qué carajo es la tercera vía. Alguien se ha referido también a las siglas OPNI -objeto político no identificado-, pero tampoco me acaba de convencer, aunque se ajusta más a la imagen que tengo de ello que la de la zanahoria.
Si bien la zanahoria serviría para engatusar a un asno y hacerlo caminar, la tercera vía busca justamente el efecto contrario: es un widget pensado y creado para frenar al asno. Los que la defienden querrían que el asno se detuviera y volviera a preocuparse tan sólo por el pesebre -el pájaro en mano, en terminología de tiempos pasados-. Y el OPNI tiene un componente de fascinación que no se me liga con el artefacto en cuestión. No se sabe exactamente por qué, pero todos los ovnis que hemos sido capaces de imaginar tenían la facultad de deslumbrar. Y, permítanme toda la sinceridad, eso de la tercera vía no fascina ni deslumbra sino a sus propios defensores, que me da la impresión de que, ellos sí, han quedado cegados.
Me cuesta mucho entender que se pueda mantener una triquiñuela política durante tanto tiempo sin concretar su contenido. La experiencia acumulada demuestra que Cataluña sólo tiene dos caminos reales y asequibles: la independencia o la disolución dentro de España. El primero puede ser complicado, pero el segundo es desolador. Y todas las opciones intermedias que se quieran defender deben ir acompañadas de alguna prueba que demuestre que son factibles. De lo contrario, no pueden ser atendidas como opciones válidas. La martingala de la tercera vía sólo se mantiene porque algunos poderes -cada vez más débiles- se esfuerzan en inflarla.
Las dudas y la indecisión son siempre saludables. Joan Fuster, catalán de Sueca, defendía siempre el escepticismo como medicina contra las verdades absolutas y las realidades indiscutibles. Pero quien conoce Fuster o sus escritos sabe que nunca habría aceptado que la consecuencia del escepticismo fuera la parálisis. Del jarabe del escepticismo se debe administrar la dosis justa para evitar los efectos secundarios: parálisis, ruede de cabezas, confusión o apatía. Y esta semana, un discípulo de Fuster, el cantante Raimon, catalán de Xàtiva, nos ha dicho que no está convencido de eso de la independencia, aunque encuentra que todos los argumentos están en esta banda. Aplicando las enseñanzas de su maestro, Raimon es escéptico. Y que alguien que ha sido la voz colectiva del pueblo durante tantos años se muestre escéptico es, hoy por hoy, un regalo caído del cielo. Deje que me explique.
Los independentistas estamos tan convencidos de que la independencia es el único camino que podemos cometer errores colosales. Todas nos apoyan: las encuestas, la ausencia de argumentos del bando contrario, el ejemplo de Escocia, el liderazgo político, etc. Pero si Raimon no está convencido es que falla algo. Y si alerta de las consecuencias de la independencia de Cataluña para el resto de los Países Catalanes es que quizás hemos esquivado un debate que había que hacer sin miedo. Para mí, una de las lecciones del ‘caso Raimon’ es que no es bueno evitar los debates incómodos. Que una sociedad que quiere convertirse en responsable de sí misma no debe tener miedo de debatir todo, especialmente los aspectos más acuciantes. Es lo de dejar que la bola se vaya haciendo grande por no haber querido tomar el problema de frente.
Lecciones aparte, la exposición de Raimon también apunta a la ausencia de alternativa. Es muy evidente que él no desea de ningún modo la disolución de la catalanidad en España. De hecho, esta ha sido una de sus innegables luchas: ‘Canto las esperanzas y lloro la poca fe’. Raimon expresa con naturalidad la perplejidad a raíz de la dicotomía que comentaba anteriormente: independencia o disolución. Y la perplejidad no es por la necesidad de decidirse o decantarse, que él justifica y defiende, sino por esta ausencia de alternativa real. Es decir, por la constatación de la inexistencia de una tercera vía.
Comenzaba este escrito descartando la metáfora de la zanahoria que engaña a un asno porque nunca la podrá alcanzar. Los defensores de la tercera vía no quieren que el asno avance (objetivo prioritario de la zanahoria), sino que la bestia se detenga. La estrategia de la tercera vía es dejar a Cataluña en espera. Y eso me recuerda la situación de los amigos Vladimir y Estragón, los dos vagabundos que esperan a Godot sentados al borde de una carretera, cerca de un árbol, en la famosa obra de Samuel Beckett.
‘Esperando la tercera vía’ nos muestra un Vladimir Duran y un Estragón Navarro que esperan la llegada de alguien que no llegaremos a conocer y que no les pasará a recoger. Pero ellos esperan un día tras otro que llegue la tercera vía. No se les ocurre en absoluto el buscar el propio camino. No piensan, en hacer camino en una dirección o en otra. Ellos esperan que llegue quien tenga que llegar… También tenemos nuestros Pozzo, el cruel, y Lucky, su esclavo. También tenemos el niño que cada tarde nos anuncia que la tercera vía no llegará hoy, pero que mañana seguro que sí. Todos esperan a Godot, pero Godot no llega ni llegará nunca. Y la tercera vía, tampoco.
Se han hecho muchas interpretaciones de esta obra. Beckett dejó la incógnita sin resolver. Porque, en el fondo, lo importante no es quien era Godot, ni por qué no llegaba nunca, sino que impelía a los cuatro personajes a esperar indefinidamente en vez de hacer el propio camino. La gran pregunta existencial era: ¿por qué no toman la iniciativa y dejan de esperar? ¿Qué lleva al hombre a ceder la tutela de su vida?
‘Los escépticos no hacen las revoluciones, ciertamente. A veces las preparan; a veces las depuran. Y nada más. Por otra parte, no inducen a sus conciudadanos al odio, ni a la resignación, ni a la indiferencia’
(Joan Fuster).
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