Guiones inverosímiles

Cuando en determinadas partes del planeta, afortunadamente, los combates políticos ya no pueden ganarse a bofetada limpia, se trasladan al plano de los relatos. Entonces, la lucha por imponer una determinada interpretación de los hechos se convierte en clave para la victoria. Esta es exactamente la situación en la que se encuentra la confrontación de soberanías nacionales entre España y Catalunya.

Hasta ahora, el relato independentista ha llevado las de ganar. El relato del “derecho a decidir”, más allá de la debilidad de su fundamento jurídico, es una formulación de resonancias tan democráticas que cuesta tumbarla. También ha sido un gran acierto abandonar las argumentaciones sobre los agravios para centrarse en la “normalidad” de preguntar al pueblo, y que ha convencido al 80% de la población. Eso significa que incluso la mayoría de catalanes contrarios a la independencia, sí consideran Catalunya soberana para poder decidir que sí quieren seguir vinculados a España.

En esta disyuntiva, los que no sólo niegan la capacidad de los catalanes para decidir el futuro, sino incluso la posibilidad de consultar la voluntad, se enrocan en una determinada interpretación de la ley para no moverse del “no” y en el anuncio de las diez plagas de Egipto. Hay quien les reprocha, no sin razón, que si están enrocados en el “no”, podrían ahorrarse las amenazas de un hipotético “sí” que insisten en afirmar que es absolutamente imposible. Quizás es que no lo ven tan imposible, de modo que las amenazas, en Catalunya, hasta ahora han producido el efecto contrario al deseado: han dado muchas esperanzas a favor de la consulta.

Estas últimas semanas, quizás con la ayuda de algún think-tank experto, se han puesto en circulación nuevos capítulos en este combate de relatos destinados a buscar alguna grieta en el relato sobiranista. La primera de estas historias sostiene que el president Mas debe considerarse “amortizado”. Para decirlo sin eufemismos: que se le considera un caso perdido tras los fracasos en el intento de doblegarlo con todo tipo de presiones legítimas e ilegítimas. Se trataría de esperar la caída del líder para poder salir del callejón sin salida actual. Es un episodio muy del estilo de Rajoy, poco amigo de plantar cara a los problemas e inclinado a esperar a que se pudran. El argumento podría gustar a los candidatos a sucederlo.

En segundo lugar se ha conocido otro guión que tiene la pretensión de poner en el mismo plano las actitudes de Rajoy y Mas. Al “no” de Rajoy les correspondería el “no” de Mas. A la tozudez de uno, la del otro. Pero quien ha dicho que ni tomando quinientos cafés juntos no sabría de qué hablar, ha sido Rajoy. Quien ha dicho que ni hablar de una solución que haga ganadores a unos y otros, es el Gobierno español. Y, como me decía alguien que conoce bien a Mas, es fácil saber que si Mas telefoneara a Rajoy, este no se pondría al teléfono, mientras que si era Rajoy quien telefoneaba a Mas, es obvio que lo atendería. El guión de esta supuesta equivalencia de posiciones –curiosamente comprado por más narradores de los que uno se podría imaginar– es típico de la denominada tercera vía.

Finalmente, los fabricantes de historias se han apresurado a recurrir a un término de aquellos que se defienden solos, sin argumentos: el diálogo. Simplificando, la idea sería “contra derecho a decidir, diálogo”. Ya ven: diálogo contra algo. Como diría Van Gaal, “siempre negativo”. Para ser un instrumento para la resolución de conflictos y no un mero bla, bla, bla, el diálogo debe establecerse sobre unos puntos de acuerdo comunes. Pero, como señalaba lúcidamente el antropólogo Albert Sánchez Piñol en una reciente intervención en el ciclo Moment Zero organizado por El Punt-Avui, cuando los marcos de referencia ya están muy alejados, el diálogo resulta imposible.

El alejamiento se empezó a producir cuando los catalanes tomaron conciencia de la magnitud del fracaso del proceso de reforma estatutaria y de la traición a la confianza puesta en los mecanismos jurídicos previstos en la Constitución. Aquel explícito “nos lo hemos cepillado” del presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, Alfonso Guerra, quedará para la Historia como la chispa que lo iluminó todo. La posterior campaña de xenofobia anticatalana protagonizada por el PP (con líderes del PSOE aplaudiéndola incluso con las orejas) y la sentencia de un Constitucional en plena descomposición, acabaron de decantar los indecisos: no había nada que hacer dentro del marco de la ley si los guardianes de la ley la utilizaban caprichosamente y, peor, groseramente. Por tanto, si los marcos de referencia política ya no tienen ningún punto de contacto, ¿qué sentido tendría hablar de diálogo? El único posible restablecimiento del contacto, la única posible restauración de la confianza, pasa por celebrar una consulta de la que los representantes del Estado ya han dicho que no. El único espacio de diálogo se sitúa para después del respeto a una consulta.

La debilidad de todas estas nuevas narraciones está en seguir situando la resolución de un conflicto político en un juego entre pseudolíderes, meros portadores de los equilibrios de intereses entre los poderes fácticos –empresariales, financieros, mediáticos, eclesiales…– y los de los aparatos del Estado, negociados a la sombra de la ciudadanía. Por muchos apoyos que tengan los nuevos relatos, se estrellarán ante una realidad fáctica indiscutible: en Catalunya, la iniciativa del desafío soberanista es popular, y los líderes políticos que la conducen atienden a un mandato democrático que no van a traicionar. Y todos los guiones que obvien este hecho, además de inverosímiles, aburren.

La Vanguardia