‘Comunidad Valenciana’: un nombre para un ‘No-País’

Entre 1995 y 2011, más cautiva y desarmada que nunca, la izquierda valenciana erró desorientada como un boxeador tocado, mientras que la despiadada derecha indígena, soberbia y envalentonada por su creciente apoyo social, incrementaba escandalosamente su ventaja electoral. La aturdida “progresía”, inmersa en un lodazal político de aterradoras dimensiones, se preguntaba cómo había podido llegar a la paradójica situación de que, a pesar de las evidencias de gigantesca corrupción de los asuntos públicos gestionados por la derecha y sus políticas antisociales durante tantos años, los votantes le redoblaran periódicamente la confianza, captándosela, “incomprensiblemente”, a las benéficas fuerzas progresistas. Quedaba, pues, enunciado el gran misterio: ¿cuál era la melodía que tocaba el flautista de Hamelin local que a tantos encantaba?

Para dilucidar tan inquietante enigma, nos atrevemos a sugerir que el éxito pujante de la derecha fue fruto, en buena medida, de su apuesta por una comprensión y aplicación de la lógica “glocal” propia de la modernidad avanzada, un logro que, desafortunadamente, la izquierda ha estado demasiado tiempo lejos de conseguir. Por un lado, la derecha activó el “factor global”, consistente en implementar, aunque desde una perspectiva neoliberal y conservadora, la inserción del País Valenciano en la red global de ciudades y eventos al más puro estilo del “capitalismo popular”. Por otra parte, y como complemento necesario, la derecha cultivó exitosamente el “factor local”, consistente en la construcción política del proyecto identitario de una “Comunidad Valenciana” reconocida por el mundo y orgullosa de sí misma.

Para explicar este factor local debemos referirnos al célebre cineasta David W. Griffith, quien en 1915 dirigió el filme ‘El nacimiento de una nación’. En esta película Griffith mostraba, a partir de la traumática experiencia de la Guerra Civil estadounidense, la aparición y construcción del espíritu nacional de los Estados Unidos. En su discurso fílmico, Grifitth justificaba el racismo recurrente del Ku Klux Klan como eficaz anticuerpo para contener la existencia de la población negra y sus valedores blancos, considerados como enemigos internos de la nación. En el caso valenciano, nuestra hipótesis sostiene que la derecha puso en marcha, a partir de los años noventa, un proceso de invención de la “Comunidad Valenciana” apoyado, en parte, en la estigmatización del enemigo interno “catalanista” o izquierdista -presentado como antivalenciano-, a raíz de nuestra particular guerra civil, la llamada” batalla de Valencia “. La derecha llegó al gobierno autonómico en 1995, y después de integrar al “blaverisme”, su singular y no menos recurrente anticuerpo contra la izquierda, se dedicó, mediante la confección de una narrativa específica, a promover el “nacimiento” de un nuevo país, o más bien habría que decir de un” no-país “, planteado como una nueva comunidad y una nueva identidad valenciana. Y en este caso, sí parece que el nombre contribuyó a “hacer la cosa”, porque la hegemonía derechista en la “cuestión de nombres” ha sido incontestable, pues la mayoría de la ciudadanía asumió como propias las ideas conservadoras en materia de “valencianidad”.

Ahora repasemos un poco la historia: la denominación “País Valenciano”, ya documentada en 1699, fue puesta en circulación por la izquierda valenciana durante la Segunda República y ya plenamente utilizada a partir de la obra de Joan Fuster como sinónimo de proyecto nacionalista de progreso. Con todo, esta denominación mantenía vínculos históricos con el concepto-proyecto de los Países Catalanes, que, a pesar de ser básicamente un invento de los años treinta, también se popularizó en los años sesenta en el contexto de la lucha antifranquista. Este hecho haría que la derecha valenciana, que hasta los años setenta había defendido la denominación de “Región Valenciana”, pasara a reivindicar estratégicamente el nombre de “Reino de Valencia” como antídoto contra el “peligro catalanista”, considerado por aquélla como inherente a la denominación de “País Valenciano”. En todo caso, al ganar las fuerzas conservadoras la batalla de los símbolos con la aprobación del Estatuto de Autonomía de 1982, progresivamente desterraron el “Reino” y comenzaron a cultivar la nueva y oficial denominación de “Comunidad Valenciana”. Muy significativamente, la única denominación de comunidad autónoma del Estado español que obvia el nombre histórico de un territorio.

El vulgar neologismo, del que se burló incluso su inspirador, Emilio Attard, fue aceptado, como quien acepta un pulpo como animal de compañía, por el socialismo valenciano gobernante, que nunca se lo llegó a creer del todo, mientras que era rechazado o descalificado por las fuerzas más nacionalistas o izquierdistas. Por el contrario, la derecha, una vez asimilada la retórica “blavera” en sus intereses, emprendió la tarea, a partir de 1995, de llenar de contenido simbólico, político y cultural la “Comunidad Valenciana”. Para ello, sabedora de que la inmensa mayoría de la población valenciana se sentía nacionalmente española, actualizó, adaptándolo a los nuevos tiempos, el viejo discurso regionalista, el principal responsable, desde la Renaixença, de la configuración del imaginario simbólico central de la identidad valenciana. Una operación que triunfó mientras se acentuaba la debilidad y marginación institucional del discurso nacionalista autóctono. En definitiva, la vacuna contra el “País Valenciano” era el proyecto de un “no-país” llamado “Comunidad Valenciana”.

Con una izquierda a la defensiva, fragmentada y sin un proyecto unitario de País Valenciano, la derecha se aplicó a llenar de un sentido “moderno” a la “Comunidad Valenciana”. Así, a través de la propaganda institucional, la manipulación mediática, la instrumentalización de conflictos y la política cultural de grandes eventos, se activaron los materiales que, conjuntados, hicieron posible crear, en sólo quince años, la sensación de que la nueva Comunidad era un hecho social real y diferencial dentro del Estado. Los materiales referidos fueron el neoforalismo simbólico, la equiparación de la exitosa “Valencia global” con un nuevo “Siglo de Oro”, la expansión económica de la mano del sector de la construcción y el turismo, una orgullosa narrativa autonomista conectada con un populismo festivo y la defensa del particularismo lingüístico. Todo ello se fortaleció con la percepción de la valencianidad como una forma diferenciada de ser español, y la imagen de la Comunidad Valenciana como la “locomotora” de la modernidad española, como una tierra rica, abundante y cautivadora para los capitales. No contaba ya demasiado ni la historia, ni la lengua propia, ni una cultura singular ni las realidades comarcales, sólo había que enaltecer, “apolíticamente”, un “no-país” pragmático y abierto, un espacio de promisión para todos y destinado a encontrar su lugar en el mapa mundial.

La eficacia simbólica del nuevo producto identitario se demostró en el uso y abuso, por parte de la derecha gobernante, de la expresión “la Comunidad”, situándola así en la misma altura semiótica que “el Principado” (de Cataluña). De modo que, mientras que la izquierda y el nacionalismo rechazaban la “comunidad”, rebajándola a las minúsculas, la derecha expresaba las mayúsculas, consiguiendo de paso la estigmatización progresiva del “País Valenciano”. Hay que insistir que no importa que esta operación ocultara todo tipo de trapos sucios y políticas malas para el país, ya que una gran parte de los ciudadanos vio, y más en un contexto económico expansivo al calor del ladrillo, más ventajas que costes. Los medios de comunicación como RTVV y otros aseguraron que el producto propagandístico fuera interiorizado y defendido por una gran parte de los electores, cómplices más o menos inconscientes del gran montaje.

Después llegó la derrota ya conocida y sufrida por la ciudadanía de esa “Comunidad” que designa un “no-país”, concebido sólo como un gran solar lleno de oportunidades económicas para el negocio; un “no-país” construido con las artes de un neoliberalismo corrupto a golpe de pelotazos bajo la creencia de que estos acabarían beneficiando a todos… De repente, el brutal impacto de la crisis económica de 2008 mostró que la “Comunidad” era una burbuja más, quizás la más grande de todas, una estructura con cimientos de barro, una cabaña con pinta de palacio forjada por redes clientelares de corrupción, políticas amorales y la rondalla de una globalización feliz. El estallido de escándalos como Gürtel, Bankia, Brugal, Emarsa o Cooperació, entre otros, hizo el resto. Y aún quedaba para flotar el gigantesco agujero de una deuda pública de casi 30.000 millones de euros. Aunque el PP valenciano ganó por mayoría absoluta las elecciones autonómicas de 2011, pocos meses después tuvo que dimitir el presidente Camps y la caída libre no hace más que acentuarse. La de él y la de todo el entramado. Sólo entonces una gran masa de ciudadanos comprobó abruptamente, como quien de repente despierta de un sueño, que la “Comunidad” hacía aguas por todas partes, y que el “no-país” de cuento de hadas quizás escondía un país real, viejo y joven a la vez, luchando por su dignidad. Pero eso ya forma parte de otro tiempo y otra historia, que aún está por escribirse colectivamente.

LA VEU DEL PAÍS VALENCIÁ