Además de la independencia política y fiscal, la regeneración democrática de Cataluña y la necesidad de escapar de una España incapaz de cambiar políticamente son, sin duda, dos de las causas motor del soberanismo. Ahora bien, en el debate público, la esperanza de hacer un país mejor sigue teniendo un aspecto inconcreto y brumoso. La opinión pública intuye qué significa pero apenas ha discutido cómo llegar.
Un programa de mínimos de una democracia de calidad incluye dos cosas esenciales. Primero, un gobierno y una administración transparentes y responsables ante los ciudadanos. Segundo, un sistema basado en la igualdad de oportunidades, en que la ley sea igual para todos y en el que los contactos personales y las trampas privadas no determinen las posibilidades profesionales y vitales de cada uno.
Para alcanzar estos dos objetivos no hay ningún remedio mágico e instantáneo, como una reforma electoral con listas abiertas, una ley de incompatibilidades estricta o la imposición de límites temporales a los mandatos de nuestros representantes. De hecho, la solución sólo pasa por la combinación o acumulación de tres factores diferentes: mantener una economía y sociedad abiertas (en el sentido de globalizadas); conseguir que, como está pasando con el proceso soberanista del país, los ciudadanos mismos controlen activamente los políticos y marquen el ritmo de la política, y diseñar una Constitución que evite que ningún grupo o facción se apropie del estado permanentemente.
Cataluña es un país pequeño. Esto tiene ventajas importantes. En principio -y como en los países del norte y centro de Europa de tamaño similar-, la proximidad entre gobernantes y ciudadanos es considerable: el político de raza es capaz de recordar los nombres de sus gobernados y, por tanto, también de sus preocupaciones. A pesar de las diferencias políticas naturales que pueda haber, los países pequeños tienden a ser relativamente homogéneos en preferencias y, por tanto, menos volátiles e inestables de elección en elección. Finalmente, el tamaño y el nivel, intenso, de interrelaciones personales permiten responder a una crisis oa un reto nacional con cierta facilidad porque tienden a afectar a todo el mundo.
Por otra parte, ser un país pequeño tiene un inconveniente importante (en términos relativos y respecto a países más grandes): como todo el mundo se conoce (sobre todo entre los grupos más activos, desde el empresariado hasta las clases política y mediática), puede haber una tendencia muy fuerte a la creación de redes endogámicas, donde sólo prospere quien acepta las reglas de juego establecidas por las élites que tocan poder y controlan la economía, donde el mérito cuente poco y donde las amistades lo sean todo. En este tipo de país es habitual ver, sobre todo cuando se ralentiza el crecimiento económico, una división generacional muy intensa entre los mayores y los jóvenes. Los primeros participan de los mejores contactos y ocupan las posiciones mejor remuneradas simplemente por el hecho de haber llegado antes. Los jóvenes, en cambio, tienen que esperar muchos años y prestar muchos servicios para poder avanzar en la escala política y social. (Naturalmente, este fenómeno no es exclusivo de los países pequeños: la clase político-empresarial española funciona de acuerdo a estos parámetros; salvo algunos casos excepcionales, las universidades de los países grandes de la Europa continental, también).
Para romper con este peligro, los países pequeños necesitan apostar por una economía abierta: en el sistema productivo, en la movilidad de personas y en el ámbito de las ideas y la creación. De hecho, además de ser una necesidad, ser una economía abierta es una oportunidad: la competencia con otras economías y sociedades permite a un país mantenerse despierto, espoleado por lo que hacen otras naciones. Uso aquí un ejemplo de mi ramo. Aunque no es parte de la UE, Suiza financia el sistema europeo de investigación y obliga a sus investigadores a participar. Estos últimos tienen que competir con toda Europa (y no sólo entre ellos) para obtener fondos de investigación. Financiarlo directamente habría sido más fácil, pero probablemente habría producido más corruptelas en la distribución de dinero. El buen patriotismo no subsidia a sus ciudadanos sino que ensancha su abanico de posibilidades.
La segunda condición (y, en realidad, la más importante) para tener una democracia de calidad es una opinión pública activa, capaz de controlar y disciplinar a sus políticos. Hace ahora unos veinte años, Robert Putnam, de la Universidad de Harvard, publicó un estudio magistral en la que comparaba el funcionamiento institucional de las quince regiones italianas con régimen de autonomía ordinaria. Desde un punto de vista competencial y en estructura de gobierno, todas eran idénticas. Pero por prestación de servicios, no. Algunas, como Emilia Romagna, funcionaban extremadamente bien. Otras, como Calabria, mostraban comportamientos tercermundistas. Estas diferencias no las explicaba el nivel de desarrollo económico sino la vida cívica (en actividad asociativa, consumo de prensa, etc.) de cada región. La lección es clara: si Cataluña quiere alcanzar una democracia que funcione, debería continuar manteniendo la tensión cívica que ha construido estos últimos años.
ARA