Si no eres español, no puedes ser ciudadano…

Cuando se les agotan las sinrazones económicas sobre la independencia de Cataluña, los intelectuales de guardia españoles se afanan en picar la piedra de la diferencia entre “identidad” y “ciudadanía”. Según una de sus cabezas filosóficas, las leyes compartidas nos hacen ciudadanos y, después, cada uno se las tiene que componer con su propia identidad. Estos españoles son listos: la palabra “nacionalismo” sólo aparece ligada a “catalán” o “vasco”, porque son “identitarios”. No tienen Constitución propia. No son ciudadanos mientras no sean españoles. Y si son ciudadanos españoles, la condición es que sean catalanes o vascos sólo en la intimidad… histórica, pero sin derechos. Vamos, que somos “políticos” cuando somos españoles, y si queremos ser catalanes, entonces sólo podemos ser “prepolíticos”. (Como si nos dijeran: “¡zapateros, a vuestros zapatos!”) Según este ejemplo de suprema claridad filosófica, en la Constitución, pues, deberían suprimir los “derechos históricos” para “esencialistas”, “folclóricos”, “regionales”, y todos los etcétera que le plazca añadir. (No hace falta decir que al filósofo de guardia le encanta el dossier del Ministerio de Asuntos Exteriores español contra la “propaganda del nacionalismo catalán en Europa”.) Otro de estos pensadorcillos, menos cabeza que el primero, porque sólo se llama Rodríguez, remacha el clavo afirmando que “la identidad [actúa] como un filtro de la condición ciudadana [y] establece condiciones y aporta beneficios en virtud de la pertenencia a ella”. (Claro, vale: ¡pregunte a los franceses, a los alemanes, a los turcos, o a los japoneses, si están poco o muy dispuestos a renunciar a los beneficios de su nacionalidad!)

El problema que tienen estos señores filósofos de guardia es muy fácil de expresar y muy difícil de resolver. La cosa es la siguiente: la política se está haciendo aquí, quiero decir, en Cataluña, y lo está haciendo el pueblo activo, no los fantasmas identitarios. Y el pueblo está haciendo esta política a una velocidad tan alta que estos señores filósofos españoles (excúsenme la contradicción) no se están volviendo “prepolíticos”, sino que están tomando aires “predemocráticos”, como del siglo XIX. Pretendiendo abolir “derechos históricos”, nos dicen que hay un pueblo elegido -el español, según lo acoge y lo recoge “su” Constitución- para decidir qué otros pueblos tienen derecho a la ciudadanía, siempre, claro está, que renieguen de sus orígenes. (¡Qué zoquetes son estos romanos!)

Y es un problema difícil de resolver, para estos señores filósofos, esta política catalana, porque, en su marcha sin freno, lo que quiere el pueblo es reunir en una sola condición el carácter de ser lo que queremos ser con el de constituirnos por lo que queremos ser: ciudadanos de la República catalana sin diferencias históricas, étnicas, lingüísticas, religiosas, sexuales y todos los etcétera y antidistingos que desee añadir.

Ahora mismo, estos señores filósofos no podrían entender el equilibrio entre pueblo e instituciones que hay montado en el Principado. El pueblo puso en marcha todo tipo de manifestaciones y formas de organizarse como sujeto político soberano. Oportunamente, cedió la representación simbólica de su poder a las instituciones, con el compromiso de que estas administrarían el patrimonio político acumulado. Y las instituciones, en sede parlamentaria, se comprometieron públicamente a celebrar una consulta en una fecha y con unas preguntas precisas, que el pueblo acató en espera de verla consumada con todas las garantías necesarias. Ahora, las instituciones se han distraído con las elecciones europeas y los árboles quizá no les dejan ver el bosque, que es el pueblo. Y este pueblo, señores filósofos, está bien despierto, y contempla con cierto recelo esa ceguera relativa de las instituciones, y rumia -en voz baja, pero rumia-. Y ve nubes de incertidumbre. Y escucha vaguedades. Y pilla al vuelo miradas oblicuas. Hay rumor de fronda y el pueblo está en guardia. Un día delegó el poder de administrar el patrimonio político, amasado con mucho sudor, y no lo quiere ver gastado en salvas. Y quiere, sobre todo, que se cumpla con la palabra dada desde el Parlamento.

Los señores filósofos españoles no entienden esta “política” basada en la capacidad popular de autoorganización, conciencia y osadía. Ellos ya son “identitarios” y “ciudadanos”. ¿Que no tienen un rey y una Constitución, y todos los pormenores de un Estado propio? ¡Estos señores son unos estatólatras!

Pues, por una vez, estamos de acuerdo con ellos. También, nosotros, queremos ser, estatólatras. También queremos, un Estado propio.

¡Alto, pero sin rey ni amos, y Dios allí donde toque!

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