En los discursos políticos (documentos de partidos, programas electorales, intervenciones parlamentarias, mítines…) se usan profusamente toda una serie de valores legitimadores: libertad, igualdad, dignidad, democracia, solidaridad, eficiencia, etcétera. Habitualmente, quien los introduce no los precisa ni los cuantifica mucho, sino que se defienden de una manera abstracta. Parece que entre valores convenientes y deseables nunca tendría que haber contradicciones. Cuando se analizan más detenidamente las cosas, sin embargo, no resultan ser tan sencillas.
Centrémonos en el valor de la igualdad y, más específicamente, en la igualdad socioeconómica. Empíricamente se comprueba que la mayoría de humanos muestran un rechazo espontáneo ante grandes niveles de desigualdad (parece que eso tiene raíces evolucionistas prehumanas). También que la percepción de muchos ciudadanos es que las desigualdades sociales de su país son excesivas, con independencia de las simpatías políticas que muestran. Pero al preguntarles cuál es el grado de desigualdad existente, las cifras que afirma la mayoría son muy inferiores a los datos reales. Hace pocos años los norteamericanos estimaban de media que el 20% más rico controlaba el 59% de la riqueza total, cuando la cifra era del 84%.
Los discursos que tratan de combatir las desigualdades esgrimen tres tipos de argumentos: morales, económicos y políticos. Las razones morales son a veces complementadas con razones económicas sobre la eficiencia. Hay toda una escala de posicionamientos, pero bastantes actores parten de dos premisas: que el tema es estrictamente social y que cuanto más igualitaria es una sociedad más justa la podemos considerar. Pero, tal como han destacado buena parte de las teorías de la justicia de las últimas décadas, aunque los criterios sociales resultan importantes, no parece que en el terreno moral resulte legítimo alejar criterios valorativos de carácter individual (el mérito, el esfuerzo, el riesgo…) en lo que se considera una situación justa. Estos últimos criterios también suelen presentarse por sus defensores como complementarios a los de eficiencia económica.
Así, pese a que se considere que la igualdad es un valor central, siempre habrá varias concepciones sobre qué tipo de igualdad es la más decisiva (legal, de oportunidades, de resultados), sobre cuáles son los criterios más decisivos para evaluarla, y sobre cuál es la jerarquización correcta entre estos criterios (y eso sin considerar las interrelaciones entre los distintos tipos de igualdad y otros valores, como la libertad, el pluralismo, la solidaridad…). Los debates morales y económicos resultan interminables y el consenso se vuelve imposible. En términos de Churchill, son debates que agotan siempre a los interlocutores sin agotar nunca el tema.
En contraste con los argumentos morales y económicos, son los argumentos políticos los que facilitan un consenso sobre la corrección redistributiva de las desigualdades socioeconómicas. Los argumentos no son aquí tan teóricos, sino que están basados en la experiencia empírica: los estados con menos desigualdades tienen un grado menor de problemas colectivos. Varios estudios recientes tienden a confirmar los resultados de The spirit level, un análisis comparado muy citado de R. Wilkinson y K. Pickett sobre desigualdades (2009).
La idea central es que las desigualdades acaban saliendo caras a todo el mundo en términos políticos. Corregirlas es una inversión colectiva rentable, pues establecen correlación con aspectos claves de la democracia y del bienestar. En la práctica, más desigualdad supone menos cohesión social, más inseguridad, más corrupción pública y privada, más violencia en la sociedad, más necesidad de gasto en salud, servicios sociales, policía y prisiones, menos movilidad social, etcétera. La comparación de la población de un mismo nivel de ingresos de distintos países muestra que el estado de salud y calidad de la vida colectiva es más alto en los que son menos desiguales. Preferir vivir en un sistema político que no corrige las desigualdades socioeconómicas, o lo hace poco, es irracional desde la estricta (y muy estrecha) perspectiva del mero autointerés.
De modo parecido a la idea defendida por el bioquímico Nick Lane (2008) de que resulta más eficiente procurar retrasar el envejecimiento que tratar de combatir separadamente varias enfermedades (Alzheimer, cardiopatías…), en escala social resulta más eficiente combatir las desigualdades que los problemas sociales separadamente.
La conclusión teórica es que si hoy las teorías de la justicia no pueden prescindir de la perspectiva individual, las teorías políticas no pueden prescindir de la perspectiva del bienestar colectivo. La conclusión práctica es que con independencia de las ideas que uno tenga sobre lo que considera moralmente justo o económicamente eficiente, es mucho mejor para la calidad de vida de los ciudadanos vivir en un país con menos desigualdades. Ciertas desigualdades pueden ser económicamente eficientes o moralmente correctas, pero su incremento nunca irá a favor de la disminución de los problemas políticos de la colectividad. Nunca irá a favor del bienestar democrático. Son conclusiones relevantes para cualquier contexto democrático. También para una Catalunya independiente.
LA VANGUARDIA