El siglo XVIII amaneció con un nuevo episodio bélico entre la Corona de Aragón y la de Castilla, ambas gobernadas desde 1700 por una nueva dinastía, la Borbónica.
EN esta contienda, a semejanza de la anterior, la guerra de secesión de 1640-1652, confluye una doble vertiente, internacional y peninsular, además de algunos factores análogos y otros más diferenciados. Por supuesto, en ambas existe un contexto globalizador, con distintos elementos interdependientes, que es necesario analizar para comprender los pormenores del conflicto.
En 1665 moría el rey Felipe IV, que había asistido a los avatares de la lid secesionista de 1640. Durante diez años ejerció como regente su viuda, Mariana de Austria, hasta la subida al trono, en 1675, del hijo de ambos, Carlos II, tras ser declarado mayor de edad. Pronto se advirtió que el nuevo monarca no estaba capacitado para procrear, dada su contextura somática, pues ya siendo príncipe corrían sobre él estos versos hiperbólicamente mordaces. “El príncipe, al parecer, / por lo endeble y patiblando / es hijo de contrabando, / pues no se puede tener”.
Todo parece indicar que padecía un síndrome de insuficiencia testicular, el de Klinefelter, según el dr. García Argüelles, caracterizado por una inteligencia inferior a la normal y una libido pobre, además de trastornos gástricos e intestinales, con jornadas seguidas de vómitos. Hasta tal punto era conocida esta anomalía genética en los mentideros cortesanos y populares que circulaban coplas satíricas, muy del agrado del animal racional hispano, también crónico aficionado al olor a la chamusquina inquisitorial en los autos de fe. Esta sátira, dedicada a María Luisa de Orleans, su primera esposa, es un ejemplo: “Parid, bella flor de lis; / en su aflicción tan extraña, / si parís, parís a España, /si no parís, a París”. A pesar de buscarle luego para el alumbramiento de algún descendiente una recia y potente germana, María Ana del Palatinado-Neoburgo, a quien escuchó sus cuitas como confesor el jesuita andoindarra Manuel de Larramendi, la naturaleza se empeñó en mostrarse esquiva.
En principio, las potencias europeas se mantuvieron expectantes ante la promesa de Luis XIV de mantenerse al margen de los asuntos internos hispanos, pero en el mismo 1701 la actitud del monarca galo de injerencia en los asuntos internos de España y la supeditación del monarca Felipe V a los intereses franceses produjo un aumento de la tensión y la declaración de guerra contra el eje franco-español por parte de eje anglo-holandés-austríaco, que no podía permitir la nítida basculación y ruptura del equilibrio europeo a favor del poderosísimo bloque hispano-galo, con enormes posesiones en América y en Europa, especialmente en el Mediterráneo.
Esta confrontación de carácter internacional tuvo una dimensión peninsular, ya que la Corona de Castilla apoyó al monarca testamentariamente elegido, mientras que la Corona de Aragón, sobre todo Cataluña, optó por el rey austracista, el archiduque Carlos.
Son explicables y comprensibles las razones de estas divergentes posturas. La opción aragonesa, principalmente dinamizada por la burguesía catalana, prefería al monarca austracista, aliado con Inglaterra y Holanda, porque soñaba con una política económica mercantil al estilo inglés u holandés. La anterior experiencia de la presencia francesa en el período 1640-52 había dejado una impresión muy desfavorable y había perjudicado los intereses de la burguesía catalana, mientras que el período posterior a la contienda, sin represalias y respetuoso con el foralismo, había supuesto un resurgimiento neoforalista y económico de la periferia mediterránea. Resulta paradigmático que el primer golpe de Estado producido en España, el de 1667 a cargo de Juan José de Austria, muy apreciado en los pagos cataláunicos a pesar de haber conquistado Barcelona en 1652, partiese de Barcelona para imponer un cambio de rumbo en la política cortesana, inaugurando una larga y dramática saga con prolongación innumerable en la historia contemporánea. Por otra parte, cabe recordar que la monarquía borbónica se adornaba con una merecida orla de centralismo, autoritarismo y absolutismo, disonante con la tradición política catalana fundamentada en el pactismo y el confederalismo.
La situación se había tornado realmente difícil para la resistencia catalana desde 1711, al desvincularse el archiduque Carlos del problema sucesorio en virtud de la asunción del trono austríaco como emperador en 1711 y la pérdida del apoyo inglés a Cataluña tras un pacto de la corona británica con el monarca francés, Luis XIV. Cuando le preguntaron por esta retirada de ayuda a los catalanes, un lord inglés contestó, con sinceridad digna de encomio, “Inglaterra no tiene ni odios ni amores eternos, sino intereses ternos”. Así han funcionado y funcionan las hipócritas relaciones internacionales, sic transit glori mundi, que diría un asceta.
En el plano internacional, la guerra finiquitó con la firma de la Paz de Utrech (1713-1714), que implicaba el fracaso de la política española continental y mediterránea, pues perdía las posesiones italianas. Inglaterra salía altamente beneficiada, convirtiéndose en potencia hegemónica marítima, al controlar el tráfico del Mediterráneo mediante los enclaves de Gibraltar y Menorca, poseer las claves del comercio americano con el llamado navío de permiso y el aprovisionamiento de esclavos, introducir productos ingleses de contrabando y monopolizar la pesca en el mar del Norte en perjuicio de las naves vascas.
En el plano peninsular, la dinastía filipista tenía carta blanca, en virtud de la conquista armada, para instaurar la uniformización de todos los territorios, asimilándolos a las leyes de Castilla mediante los llamados Decretos de Nueva Planta, promulgados en 1707, aplicables a los reinos de Aragón y Valencia, en 1716, al Principado de Cataluña y en 1718, al reino de Mallorca.
Desaparecieron todas las leyes específicas, es decir, los fueros de los distintos reinos de la Corona de Aragón, sus instituciones privativas en los diferentes niveles de la administración (Central, territorial y municipal), la moneda propia, los somatenes y la extranjería, imponiendo las leyes e instituciones castellanas (Audiencias, Capitanías Generales, corregimientos) y nuevos organismos como la Intendencia o Hacienda Pública, un nuevo impuesto, el catastro etc. La Universidad de Barcelona fue trasladada a Cervera, en Lleida, y se promulgaron severas y sibilinas medidas contra la lengua catalana. En la instrucción secreta de 1717, artículo 6º, remitida a los corregidores para el ejercicio de sus empleos se afirmaba: “Pondrá el mayor cuydado en introduzir la lengua castellana, a cuyo fin dará las más providencias más templadas y disimuladas para que se consiga el efecto, sin que se note el cuydado”.
Es evidente que el efecto no se consiguió, pues el rescoldo de su recuperación nunca de apagó. La lengua y cultura catalanas resurgieron a partir de la segunda mitad del siglo XIX y hoy gozan de buena salud.
Deia