Creo que en alguna otra ocasión ya he expuesto mi idea del poder, entendido como un gran iceberg del que sólo emerge a la superficie una pequeña parte. Exactamente una octava parte que queda expuesta a la erosión. Es el poder político institucionalizado. Los otros siete octavos de hielo sumergidos son poderes opacos que quedan ocultos al escrutinio público. En mi modelo, el poder político institucionalizado se ve condicionado por dos tipos de fuerzas: por un lado, se sostiene sobre la estructura de los poderes sumergidos -los empresariales y los sindicales, los financieros, los poderes simbólicos del mundo artístico e intelectual, los de las burocracias amparadas por viejas estructuras de Estado, los poderes mediáticos-, y por otro, el poder político está sometido al escrutinio de una ciudadanía que, en democracia, confía en sus instituciones -gobierno, parlamento y sistema judicial- para que regulen los poderes ocultos y los pongan al servicio del interés general.
Pues bien: la metáfora del iceberg me permite hacer unas consideraciones que me parecen oportunas para los tiempos que vivimos. La primera de todas es sobre la importancia que los dos tipos de condicionamientos a los que se ve sometido el poder político estén equilibrados. Es decir, es fundamental que la presión de la ciudadanía sobre las instituciones sea lo suficientemente fuerte para evitar que los poderes opacos -o “fácticos”, que habíamos dicho hace tiempo- puedan manipularlas a su gusto y se desvíen de la defensa del interés general. De ahí la gravedad de los períodos en que la ciudadanía se desentiende de la política y, en cambio, la grandeza de los tiempos en que son los ciudadanos los que marcan el rumbo de la política. Para entendernos: la grandeza de los tiempos en que una Vía Catalana de un millón y medio o dos millones de ciudadanos se impone a un banquete de 260 poderosos reunidos en Fonteta, invitados por su cazador de mayordomos.
En segundo lugar, me parece conveniente observar que como el poder político institucionalizado es el más visible, es el más fácil de criticar. Quiero decir que no es extraño que el poder político se convierta fácilmente el chivo expiatorio de todos los conflictos actuales. A veces de manera merecida, por sus debilidades a la hora de dejarse tentar -y comprar- por otros poderes, que debería arbitrar de manera justa e imparcial. Pero, a menudo, el poder político es injustamente calumniado y, en consecuencia, debilitado en su autoridad. Es significativo que, en la sátira política -aquí y en Polonia-, sólo aparezca el poder político institucional, pero escasamente los poderes fácticos ni los de los que movilizan los sentimientos y las voluntades populares. Y puedo atestiguar cómo, en el ejercicio de la opinión publicada, es fácil hacer la crítica despiadada de cualquier político sin riesgo de recibir ninguna consecuencia, mientras que es muy delicado tocar poderes fácticos -y, no hace falta decirlo, poderes populares- y no salir escaldado.
La última reflexión va sobre las consecuencias del cambio climático en el sistema de poderes. Si, debido a un exceso de temperatura, el poder político institucionalizado entra en una fase de deshielo, los poderes ocultos comienzan a emerger a la superficie y se ven sometidos también al escrutinio público. Ahora bien: la voluntad popular pierde su principal instrumento de control sobre estos poderes. En mi opinión, ahora estamos en uno de esos períodos de deshielo: a los poderes fácticos se empiezan a ver las vergüenzas, sí, pero el poder político, muy erosionado, no es capaz de domesticarlos. No digo que ver pasar dificultades a los poderosos no tenga su gracia. Pero no olvidemos que la única dificultad legítima es la que les debería poner un sistema democrático sólido, y, por tanto, un poder político institucionalizado honesto y respetado.
ARA