Sobre identidades y procesos de nacionalización

Desde hace unas décadas hay un interesante debate historiográfico de alcance europeo sobre las identidades y los procesos de nacionalización en la época contemporánea. En España este debate tiene un particular interés dada la excepcional confrontación entre el nacionalismo de Estado, el español, y los nacionalismos alternativos (catalán, vasco y gallego). Aunque se han publicado libros bastante serios sobre esta temática, como el libro ‘Mater Dolorosa’ de José Álvarez Junco, faltan todavía muchos estudios empíricos. Lógicamente una temática tan sensible como ésta ha sido objeto de las incursiones de políticos y publicistas de todo tipo, lo que no ha hecho más que incrementar la contaminación ideológica de la cuestión: confusión terminológica, predominio de prejuicios y de presentismo político, etc. El polémico proceso de nacionalización español en Cataluña y el choque de identidades que se produjo a partir de 1898 tienen tantos puntos de coincidencia con la situación actual que, tal vez, conviene hacer algunas aclaraciones históricas.

La nacionalización de los ciudadanos en la época contemporánea es un complejo y largo proceso de comunicación social, de transmisión de una serie de mensajes y de discursos sobre la representación y justificación de la colectividad nacional para que los ciudadanos se identifiquen. Durante el siglo XIX todos los estados europeos buscaron nacionalizar a sus ciudadanos mediante la difusión de discursos históricos y de unas narrativas transmitidas a partir de una multiplicidad de instrumentos y de políticas públicas (enseñanza, servicio militar, medios de comunicación, política cultural, vertebración económica, etc.). Pero esta política nacionalizadora, para ser realmente eficaz, no sólo debía difundirse desde la esfera pública -las administraciones- sino que también debía ser aceptada por buena parte de la esfera semipública o sociedad civil -entidades y asociaciones privadas- y finalmente fue bien acogida en la esfera privada -familia, círculo de amistades, etc-.

En el caso español, desde la esfera pública se intentó difundir un discurso identitario oficial impregnado de los elementos más típicos del nacionalismo exclusivo. El nacionalismo español, tanto en su tendencia conservadora como en la progresista, siempre contempló la diversidad cultural como un hecho anómalo y problemático. El español no ha sido nunca un nacionalismo inclusivo, sino excluyente, dado que sostenía que no había más nación que la española. Así el nacionalismo español del siglo XIX se configuró a partir de la convicción de la superioridad cultural y, incluso, cívica y moral, del castellano respecto de las otras culturas hispánicas, consideradas inferiores y a menudo vistas como residuos de rusticidad y retraso.

Los historiadores hemos reflexionado sobre qué habría pasado si el discurso español del siglo XIX se hubiera codificado como una propuesta comprensiva de la realidad catalana y si hubiera podido convertirse compatible con la catalanidad. Tal vez entonces podría haberse generado una especie de doble patriotismo o una identificación dual mayoritaria en nuestro país. Pero al formularse el discurso oficial nacionalista español en claros términos de exclusión o de subordinación de la catalanidad, esto provocó un rechazo creciente en la sociedad catalana. La negativa oficial española a considerar legítima, positiva y enriquecedora la condición de catalanes-españoles, provocó que, a medio plazo, hubiera una reacción reticente hacia la identidad española, percibida como una propuesta poco atractiva en el terreno político, social y cultural, y poco adecuado a su particular manera de ser, ya que suponía una renuncia casi total al que se consideraba propio.

A finales del siglo XIX Cataluña, era, con diferencia, el país más dinámico de España en el terreno económico y en el social, y además predominaba la sensación paradójica de no tener influencia política en los gobiernos españoles. Preferentemente en Barcelona se había configurado una activa sociedad civil en la que destacaban unas publicaciones y unos intelectuales particularmente vinculados a las novedades ideológicas y culturales europeas. Buena parte de esta sociedad civil se había convertido en la principal plataforma de difusión del sentimiento prepolítico de catalanidad, entonces centrado básicamente en la reivindicación de los principales rasgos distintivos del pasado histórico, de las tradiciones culturales y del particularismo lingüístico. Esta catalanidad estaba demasiado arraigada para que hubiera un abandono generalizado del uso de la lengua catalana incluso en la ciudad de Barcelona. Porque, de hecho, no se trataba del recuerdo nostálgico del pasado ni de la vindicación de antiguas glorias, ni era sólo una forma de resistencia a la diglosia impuesta por la oficialidad exclusiva del castellano. Era algo más. Era también una manifestación de la potencialidad de Barcelona y de su zona de influencia como urbe dinámica y moderna, en clara rivalidad con el Madrid oficial. Era la reacción contra la provincialización política, económica y cultural lo que hacía que desde la sociedad civil se decidiera reforzar la especificidad catalana y marcar las diferencias con el mundo oficial. Había un evidente rechazo a que Barcelona fuera considerada una simple capital provinciana dependiente en todo de Madrid. Y era también la lucha para que Barcelona fuera reconocida como la capital económica de España y que Cataluña fuera identificada como el Piamonte español.

Realmente, a finales del ochocientos la mayoría de la población catalana tenía una compleja identidad mixta o compartida. Evidentemente muchos de los catalanes, sin duda la mayoría, si bien asumían parte de los rasgos de la catalanidad también se sentían españoles, aunque muchos de ellos lo hacían en un sentido más bien pasivo y poco apasionado: ser español parecía algo heredado al margen de su voluntad. El desastre español del 98 incrementó, en primer lugar, la indiferencia de muchos catalanes hacia la identidad española, al hacerse patente su escasa capacidad de convicción y de atracción: recuerden la Oda a España de Joan Maragall. Si entonces en Madrid los intelectuales regeneracionistas se angustiaban porque “No hay nación”, en cambio en Barcelona los intelectuales catalanistas sostenían que era el momento de reforzar la identidad catalana. Y así muy pronto la débil y poco emotiva identidad española se encontró con la competencia de una nueva y ambiciosa propuesta catalanista. La misma iconografía de la época nos presenta la imagen de una España envejecida, enferma y pobre que contrastaba con la de una Cataluña joven, atractiva y moderna.

La victoria de la candidatura ciudadana de ‘los cuatro presidentes’ en 1901 en Barcelona significó la irrupción del catalanismo en la vida política española. Aunque los diputados conservadores de la Liga Regionalista defendían un proyecto regeneracionista de España, dado que querían transformar el Estado y conseguir dentro de él un organismo autónomo catalán, su presencia en las Cortes como catalanistas ya significaba un excepcional reto político. El siglo XX se iniciaba con un grave cuestionamiento de la identidad española que hasta entonces se había divulgado desde los medios oficiales. El choque identitario Cataluña-España lograba así un lugar relevante en la vida política española.

ARA