Tras el Golden Gate Bridge, que cierra la bahía de San Francisco, el George Washington Bridge es el puente más largo de los Estados Unidos. Sus dos niveles, con un total de 7 carriles en cada sentido, conectan el estado de Nueva Jersey con el extremo norte de Manhattan y, a través de la autopista que sube por Bronx, con todos los estados de Nueva Inglaterra. Cada año circulan más de 100 millones de vehículos. Cada semana al menos una persona lo utiliza para intentar suicidarse arrojándose a las aguas metálicas del Hudson.
Hace cuatro meses, entre los días 9 y 13 de septiembre, la Port Authority Agency (una agencia pública conjunta de los estados de Nueva York y Nueva Jersey que administra las vías de acceso a la ciudad de Nueva York) cerró dos de los tres carriles de acceso al puente desde Fort Lee, el último punto de entrada para Nueva Jersey, hasta crear un caos circulatorio extraordinario en aquel pueblo. Inicialmente, el cierre se justificó como parte de un supuesto “estudio de los flujos de tráfico”. Una vez se demostró, sin embargo, que el estudio no había existido nunca, la asamblea de representantes de Nueva Jersey, en manos de los demócratas, forzó la publicación de toda la documentación de los ayudantes de Chris Christie, el gobernador republicano, relacionada con la gestión del puente. En un correo de finales de agosto, la número dos del gabinete del gobernador, Bridget A. Kelly, escribía: “Time for some traffic problems in Fort Lee”. El receptor, un cargo político de la Port Authority Agency, contestaba con un brevísimo “De acuerdo”. Como Fort Lee tiene un alcalde demócrata que no apoyó a Christie en su campaña de reelección, la única interpretación posible, por ahora, es que los ayudantes del gobernador decidieron cerrar aquellos carriles para vengarse políticamente.
Esta historia, algo obscena y más bien propia de países peronistas, ha monopolizado las portadas de los grandes diarios americanos por una sola razón. Christie ha sido, hasta ahora, el único político republicano que derrota a Hillary Clinton, la candidata natural de los demócratas, en las encuestas sobre las elecciones presidenciales del 2016.
‘American hustle’, estrenada en Cataluña como La gran estafa americana, es una película descomunal y un retrato fiel de la Nueva Jersey italianoirlandesa, sobre todo italiana, de los años setenta: un estado a la vez bestia, tierno, provinciano y capturado por los patrones municipales y las redes clientelares del partido demócrata, una especie de cruce de Frank Sinatra y Bruce Springsteen, el gran Baix Llobregat de Estados Unidos.
Aquella Nueva Jersey todavía existe. Pero, ahora mismo, es una minoría. De su antigua base industrial, sobre todo textil y metalúrgica (en uno de los puentes de la capital todavía hay escrito, en letras medio borradas, el lema “Trenton makes, the world takes”), sólo quedan algunas centrales farmacéuticas y grandes empresas financieras. Los nietos de los inmigrantes italianos han pasado a formar parte de la gran clase media americana -y a trabajar (después de un viaje diario por un puente como el George Washington Bridge) en una de las grandes ciudades, Filadelfia o Nueva York, junto a Nueva Jersey-. Este estado continúa siendo uno de los mayores puertos de entrada del país: un tercio de su población ha nacido fuera de los Estados Unidos. La diferencia con California, sin embargo, es que en este estado la inmigración tiene una identidad común, fundamentalmente hispana. En Nueva Jersey la población recién llegada es un rompecabezas, heterogéneo por educación, religión, color de la piel y renta y, por tanto, muy difícil de articular políticamente.
En uno de los estados más posmodernos, socialmente más líquidos y políticamente más plurales de los Estados Unidos, el éxito de Christie ha sido presentarse como un político pragmático, limpio, eficiente, un businessman de la política, capaz de superar el mundo de La gran estafa americana. Precisamente por eso, el escándalo del puente, el llamado Bridgegate, le ha dejado tocado. Pero no hundido. Al día siguiente de conocerse el contenido de los correos electrónicos había despedido a los responsables. Inmediatamente después, daba una rueda de prensa, en directo, sin pantallas intermedias, sin ningún titubeo, de 108 minutos de reloj, hasta agotar a los periodistas (y al público). Una actuación notable.
El Bridgegate y su gestión contienen dos lecciones válidas para Cataluña (y España). La primera, que ya tiene una aceptación pública muy grande, es que el sistema constitucional importa: hay que tener un poder legislativo independiente y un sistema electoral que haga que cada político sea personalmente responsable de las actuaciones de sus subordinados para minimizar la corrupción y la ineficiencia. La segunda lección, más intangible y menos discutida, tiene, en mi opinión, una importancia similar: la corrupción es, en definitiva, un reflejo de la incapacidad de la sociedad misma de controlarla, más allá de los mecanismos electorales existentes. Porque una sociedad más dependiente de la política de partido, la Nueva Jersey de los años setenta y de La gran estafa americana, no habría reaccionado con la misma indignación ante un escándalo similar.
Carles Boix
ARA