Una de las frases más célebres de Jordi Pujol la dijo cuando se independizaron los países bálticos. El presidente de la Generalitat de entonces dijo que Cataluña era Lituania pero España no era la URSS. Pujol sabe concentrar mucha política en una sola frase, y aquella implicaba que las razones nacionales eran las mismas pero no la descomposición del marco estatal. La URSS de 1991, a pesar de ser nominalmente una de las dos superpotencias, era un Estado en descomposición, incapaz, podrido. Algo que la España de aquel momento no era, pero la de hoy quizás sí.
La de hoy muestra en este sentido unos indicios sorprendentemente paralelos a los de la Unión Soviética de principios de los noventa. Existe la enorme crispación social y la ineficacia de una economía dopada políticamente y que de repente se cae. Hay también una visible crisis de legitimidad, un cuestionamiento abierto del régimen y una reacción conservadora, de vuelta al pasado, que por momentos parece incluso imponerse. Y hay un envite soberanista que ve en la proclamación de la independencia no sólo un proyecto nacionalista, sino sobre todo una posibilidad nacional, la de hacer un Estado mejor para los ciudadanos, la de ser la manera de huir de aquello.
El desconcierto económico español es en este sentido paradigmático. España es un país capitalista, pero de un capitalismo muy peculiar. Tramposo. Teledirigido desde el Estado, un poco al estilo soviético. Durante décadas las grandes empresas españolas se han beneficiado de unas maneras de hacer que las han hinchado de forma artificial y las han protegidas artificialmente de los embates del mercado. Se han hecho imperios no tanto basándose en las leyes del mercado como en el BOE y en regulaciones legales pensadas para favorecerlas. Y ahora la realidad de los mercados, de la crisis, impone un correctivo enorme.
El asunto patético de las eléctricas es el último ejemplo, pero tiene el precedente en el binomio bancos-constructoras o en la operación Iberia-Barajas. Hace reír, pero Iberia se creyó que era tan importante como British Airways y Caja Madrid se pensó que podía crear en Barajas la clave de bóveda del sistema europeo de comunicaciones. Mientras sobraba el dinero se lo gastaban en estos tipos de operaciones que no han aguantado ni un año a la intemperie del capitalismo real, cuando el Estado ya no podía inflar la burbuja. Porque eran artificios políticos, peculiares muestras de un capitalismo a la española que ponía el Estado al servicio de una casta extractiva, familiarmente conectada e ideológicamente sucesora de los que habían mandado en los cuarenta y los cincuenta, los vencedores de la guerra infame.
Ahora, sin embargo, no pueden aguantar más su propia ficción y caen con un enorme estruendo de notables repercusiones políticas. La forma en que el gobierno español ha evitado la subida de la luz tendrá consecuencias importantes. Las eléctricas son uno de los principales fondos de reptiles de este país y han sido las financiadoras paralelas de un submundo tétrico donde caben desde políticos retirados hasta periódicos proclives, desde ligas de fútbol hasta promociones internacionales. Han hecho mucho dinero porque el Estado se lo dejaba hacer sin escrúpulos, pero ahora se encuentran que han pasado la raya de la racionalidad y ni el Estado puede resistir su locura. Lo que es sensacional, sin embargo, es observar que lo han hecho legalmente, usando los demenciales mecanismos creados a propósito para ellos. Pero lo han hecho en un momento de una crisis tal que el régimen ya no puede resistir sus propias esencias y ha tenido que reaccionar, violentando la ley para terminar de crear más confusión todavía.
El estruendo económico es mejor no despreciarlo. En la URSS fue definitivo. No sólo porque colapsó la sociedad. También porque dio alas a la oposición y a los proyectos alternativos hasta llegar a hundir la legitimidad soviética a base de obligar a la nomenklatura a cometer error tras error. Y algo parecido es lo que hace el PP. Ante el derrumbe del modelo de Estado construido en la transición sólo sabe reaccionar con intransigencia, proponiendo un regreso al pasado. La ley del aborto o la de seguridad ciudadana nos devuelven a los años setenta y deslegitiman con ello un Estado que en los años noventa se pudo presentar ante el mundo como un caso de éxito y como un estallido de modernidad. Un Estado, sin embargo, que hoy pasa uno de sus peores momentos, justo cuando nosotros somos más fuertes.
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