En los análisis catastrofistas ahora mismo pesan demasiado los tiempos pasados. Y, en cambio, todo corre tan deprisa que el único pasado que cuenta de verdad es el más inmediato reciente. Los tiempos pasados que ahora valen ya no hablan de la generación de nuestros abuelos o de la de los padres, sino que tienen como referencia el año pasado. Por si fuera poco, el único futuro que se vislumbra, aquel que antes se quería para los hijos y los nietos, ahora es el de pocos meses. Veo que es así cuando la gente mayor que apenas hace cuatro días que ha descubierto que también quiere la independencia, de tan ilusionada e impaciente como está, pregunta: “¿Lo veré?” El actual proceso de cambio ignora el pasado y apresura el futuro.
Pesan demasiado los tiempos pasados en los análisis desesperados, pues, porque el pasado de ahora ya no es el tiempo de los antecesores sino el de nuestro propio tiempo. Lo llevamos pegado a la nuca. Lo que habíamos considerado determinante y fundamental, porque tenía cierta base histórica, se ha disuelto como un azucarillo. Pongo un ejemplo reciente. En el plano político, venimos de unos equilibrios y de unas hegemonías de partidos que han desaparecido y que, sin embargo, pesan tanto que hacen descarrilar muchos análisis. Se ha visto estas últimas semanas cuando se hacía un drama por descuelgue del PSC del proceso soberanista. ¿Es grave, que se haya alejado? Hace sólo tres años, cuando aún lo gobernaba todo -Generalitat, Ayuntamiento y Diputación de Barcelona, y tantas otras instituciones-, efectivamente, la decisión de los actuales dirigentes del PSC hubiera sido un golpe fatal al proceso de transición nacional. Pero ahora, en contra de los que aún piensan más en los tiempos pasados que en los nuevos, es decir, visto con esa mirada atenta al presente, la desvinculación del PSC no hace más que quitar lastre al proceso y acelerarlo.
También pesan demasiado en los análisis tremendistas los futuros que eran predominantes hasta hace poco y que ahora mismo han sido sustituidos por el pasado mañana. Hay quienes añoran futuros antiguos. Pongamos por caso: ¿es que alguien puede tener alguna certidumbre sobre cuáles serán las coordenadas sobre las que tendremos que votar en las próximas elecciones? ¿Quién se presentará prometiendo qué? ¿En qué momento político nos encontraremos de relación con el Estado? Las encuestas sobre intención de voto no pueden hacer otra cosa que remitir a un futuro político sin escenario, a un voto que, por ahora, sólo puede ser ciego. O, si se quiere, una intención de voto de aliento, rutinaria, atrapada entre un pasado negro y un futuro en blanco. La intención de voto es un invento útil para tiempos estables, pero absurdo para tiempos de trasiego. Y lo mismo sucede, por ejemplo, con las advertencias de un futuro choque de trenes, que ya es una vieja historia de ciencia ficción, un futuro inventado para impedir que ningún tren saliera de la estación, pero desmentido sobradamente cuando el tren hace días que está en marcha, justo en la dirección contraria de donde se había previsto que iba a chocar.
En realidad, la distancia entre el pasado y el futuro se ha acortado tanto que casi sólo podemos contar con el presente. Nos toca avanzar con memoria de pez, y caminamos mirándonos los pies. Y, sin embargo, estamos en el desafío que estamos por una larga historia de más de trescientos años y por un futuro que no será una realidad sólida hasta que no hayan pasado los primeros cinco o diez años de la nueva era. Por eso, cuando hayamos terminado esta transición, lo primero que tendremos que hacer es volver a ensanchar la distancia entre pasado y futuro hasta dejar respirar el presente que ahora experimentamos con tanta densidad. Una insostenible densidad -parafraseando a Kundera-, la de este presente, que nos empuja adelante sin poder parar.
ARA