¿Un camino de rosas?

La independencia de Cataluña será un proceso arduo, doloroso, conflictivo y profundizará en una división social por otra parte ya existente. A pesar de la buena intención de seducir a determinados sectores de la población dubitativos, la clase política y los líderes de opinión partidarios de la causa deben ofrecer respuestas ante el inminente bloqueo del gobierno español en el ejercicio de cualquier gesto democrático y a la pasividad europea ante las aspiraciones catalanas. Por el momento no sólo no hay ningún indicio de actuación en este previsible escenario de veto sino que incluso, después de dos grandes manifestaciones y unas elecciones, aunque seguimos flotando en las ambigüedades y construyendo consensos no por la independencia sino por una consulta de contenido vago. Desgraciadamente, los acontecimientos recuerdan demasiado el proceso del Estatuto de 2006: unas esperanzas desmesuradas en el cambio de marco político, una amplísima mayoría en el Parlamento y, a despecho de todos los esfuerzos, el fracaso de todas las expectativas contra el muro de las Cortes Generales y del Tribunal Constitucional. Si esta intransigencia de las instituciones españolas ya se manifestó sin rodeos con un intento de reforma que buscaba el encaje en España, ¿cómo reaccionará la mayoría del estamento político en Madrid ante la petición de una consulta que busca la separación del Estado y que colocaría a este en el umbral del colapso? Sorprende la candidez de buena parte de la sociedad catalana y de sus representantes al pensar que el gobierno de Rajoy (o cualquier gobierno español) sea capaz de actuar con generosidad, racionalidad y respeto a las demandas que se planteen de forma democrática. España no es Canadá ni el Reino Unido, y sus autoridades nunca han salido de un territorio sin un conflicto de alta intensidad (y eso que se trata de uno de los estados del que más países se han independizado en el curso de la historia). Si la consulta se capta como una quimera, aún es más ingenuo pensar que las autoridades centrales estarán con los brazos cruzados en el caso de que desde Cataluña se adopte la solución de convocar las llamadas elecciones plebiscitarias con la intención de declarar la independencia. Dejo ahora al margen el que el presidente Mas haya descartado explícitamente la opción de la declaración unilateral y que dudo que su partido (por no hablar de su socio en la federación, Unió Democrática) sea capaz de concurrir en unas elecciones con la palabra “independencia” en el primero, y tal vez único, punto de programa (el único recurso que daría un cierto atisbo de legitimidad al proyecto de secesión). Me limitaré a introducir la posibilidad de que el gobierno español pueda recurrir esta convocatoria electoral ante el Tribunal Constitucional y impedirla ante la complicidad de las organizaciones europeas, sea porque se mantengan al margen o sea porque reaccionen mucho tiempo después del envite (por ejemplo con una resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que sería papel mojado cuando llegara). Pero hay que destacar, en la misma línea, que tampoco se percibe ninguna estructura de soberanía material que permitiera, por ejemplo, garantizar la recaudación tributaria, la defensa del territorio o el suministro energético en el supuesto de que las elecciones “plebiscitarias” se celebraran, el Parlamento se constituyera y la independencia se proclamara. Hay una confianza ciega en una evolución amable de los eventos que incluye una cierta colaboración de España y descarta por completo cualquier tipo de represión procedente del centro peninsular que, por otra parte, ha sido la regla histórica general. Si la parálisis se prolonga, si la situación degenera, si la mayoría en el Parlamento acaba retrocediendo, tampoco parece factible pensar lo que empieza a ser un lema desde la última Diada, a saber, “que el pueblo pasará por encima de los políticos”, porque el pueblo no tendrá medios de expresión de esta voluntad ni instrumentos para organizar un aparato estatal contra el blindaje español.

Tampoco la cuestión europea escapa de esta falta de realismo (por no decir frivolidad) de algunos de los planteamientos que circulan entre los partidarios políticos o intelectuales del proceso. Si bien es cierto, a pesar de los esfuerzos diplomáticos españoles y el pronunciamiento de algunos miembros de la Comisión Europea, que no hay una respuesta clara a la posición en la que quedaría un territorio que se separa de un Estado miembro de la UE hay que contemplar la posibilidad de que, incluso en perjuicio de sus propios intereses (por ejemplo, de las empresas españolas que prestan servicios en Cataluña) la independencia coloque al nuevo Estado catalán en un limbo que dificulte la libertad de circulación de mercancías, de personas y de servicios durante un período más o menos largo. Esto podría suceder no sólo si no se adopta una solución política que facilite la adhesión catalana a la UE sino que ni siquiera el Estado catalán pueda suscribir acuerdos de libre comercio con la UE o pertenecer a otras organizaciones económicas de alcance europeo por presión de España. La solución no puede basarse, como se ha llegado a afirmar, en el hecho de que la Constitución española impide que se prive de la nacionalidad a cualquier español de origen, ya que esto significaría el absurdo de que los catalanes habríamos hecho la independencia para seguir manteniendo la nacionalidad española (a efectos de retener la ciudadanía europea) y convertirse, así, el único Estado del mundo compuesto íntegramente por extranjeros.

Aunque no concite mayorías, que por otra parte tampoco se podrían expresar democráticamente en España, quizá comience a ser más plausible empezar a recordar que sólo lograremos la libertad si estamos dispuestos a asumir sacrificios y a resistir en condiciones inciertas y, a menudo, adversas.

EL PUNT – AVUI