¿Importa la cultura? Parece una pregunta retórica, porque en las páginas de este suplemento se da por sentado que la cultura importa, por lo menos a sus lectores. Sin embargo, hoy en día está en entredicho su relevancia social, al ser relegada a la categoría de lo accesorio o superfluo, del entretenimiento o, casi peor, del lujo. Conviene por lo tanto plantearnos la cuestión desde el principio, sin dar nada por supuesto, preguntarnos a cuántos y a quiénes importa, y por qué o por qué no. Justificar sobre todo si esta importancia alcanza al conjunto de la sociedad. El valor de la cultura está claro para el individuo que la disfruta, pero esta apreciación privada no basta para argumentar su carácter de bien común ni la relevancia colectiva que justifica el apoyo público. El cuestionamiento del papel de la cultura en un estado del bienestar cada vez más frágil no se reduce a los recortes de recursos, razonados como una necesidad inapelable, sino que va acompañado de un coro de voces, en círculos políticos, en medios de comunicación y en sectores del público, que reniegan de lo que hasta ahora había sido visto como un modelo de progreso, de mejora de las condiciones para la creación, difusión y formación, y de democratización del acceso.
El problema no es tanto que la crisis económica haya puesto en evidencia la falta de consenso sobre el valor de la cultura como que ha distorsionado los criterios para determinar ese valor. Si falta dinero, no se habla del valor sino del precio de las cosas, por lo tanto se entra en la lógica de la rentabilidad, aunque en este caso la relación entre coste y beneficio no se da sólo en términos de mercado sino también entre coste público y beneficio social. El solapamiento entre crisis económica y devaluación del estatus de la cultura como bien público genera la impresión de que la causa de todo es la crisis, pero en otros países el origen de tal devaluación es anterior. John Holden, un especialista en políticas culturales, publicó en el 2006 (antes de la crisis) El valor cultural y la crisis de legitimidad, donde explica que el sistema cultural británico sufre graves recortes de financiación que son el síntoma de un problema más hondo que se arrastra desde hace treinta años, desde el inicio de la era Thatcher. Para Holden el problema reside en que los políticos valoran la cultura sobre todo como motor económico e instrumento de cohesión social, perdiendo de vista “el verdadero sentido de la cultura en las vidas de la gente y en la formación de sus identidades”.
Según él, los políticos priorizan el valor instrumental, mientras los profesionales y los públicos persiguen el valor intrínseco, lo que la experiencia cultural aporta. Sin embargo, la necesidad de rendir cuentas y persuadir a los políticos para conseguir recursos empuja a creadores y gestores culturales a presentar indicadores que excluyen la dimensión subjetiva de la cultura, dando así la espalda tanto a los motivos del público como a los suyos propios. La tesis de Holden es que los políticos apoyarán la cultura por su valor intrínseco cuando se entienda que la respuesta a la pregunta “¿Por qué financiar la cultura?” debería ser “Porque el público lo quiere”.
Estamos lejos de esta situación. En realidad hay una falta de sintonía que es imprescindible reconducir hacia un reconocimiento común de por qué importa la cultura. El peligro está en que cualquier apología de la cultura por parte de los profesionales se lee como una reivindicación interesada de lo que ellos hacen y en particular de la llamada alta cultura, cuando, al margen de preferencias y prioridades personales, el reconocimiento del valor debe abarcar el conjunto del sistema cultural, como una red dinámica en la que todo está interrelacionado, desde el hip-hop a la ópera. No es cuestión de jerarquías, lo que importa es la diversidad.
Fronteras difusas
A pesar del cliché del elitismo que a veces se esgrime, la distancia entre el usuario experto y el aficionado no es tan grande como en otros campos (y nadie llama elitista a un científico por su oficio minoritario). Además, hoy más que nunca, en el sistema cultural la frontera entre productores y receptores es difusa. No cabe hablar de profesionales por un lado y público, como sujeto pasivo, por el otro. Lo que llamamos público, en genérico, es un cuerpo plural con distintos grados de intervención activa (incluida la decisión sobre qué apoya con su dinero), porque la cultura no puede definirse sólo en términos de producción de obras, como bien dice la Declaración de la Comisión de Cultura de la Acampada BCN-15M. Son procesos e interacciones que tienen lugar en ateneos, centros cívicos, asociaciones, bibliotecas, bares, en un almacén vacío o delante de un ordenador, no sólo en los canales convencionales y las grandes instituciones que salen en la prensa. Y, obviamente, en las escuelas, universidades y centros de investigación. Imposible hacer un catálogo de lo que cabe, pero sin duda en el actual contexto tecnológico llevar un blog y colgar vídeos en YouTube son formas de hacer cultura.
Es obvio que cualquier solución pasa por el sistema educativo, y por la responsabilidad de los medios de comunicación como creadores de opinión pública, dos ámbitos que las estructuras administrativas y las agendas políticas mantienen separados del sistema cultural aunque los tres tienen funciones análogas de servicio al conocimiento, construcción de imaginarios colectivos y, en teoría, desarrollo de la capacidad crítica del ciudadano. Sólo desde una complicidad a tres bandas se superará este déficit social de valoración de la cultura.
En los debates sobre el repliegue del estado del bienestar son frecuentes las comparaciones entre otro trío, educación, sanidad y cultura, como si se tratara de una competencia por los recursos. No se aborda, sin embargo, un aspecto pertinente a la hora de definir el beneficio social. El primer beneficiario de la sanidad y la educación es el individuo, pero se entiende que su salud y formación contribuyen también al bienestar colectivo. Algo análogo ocurre con la cultura, sin la cual el conjunto de la sociedad se empobrece hasta niveles de mera subsistencia. Un indicador de una vida digna es disfrutar de acceso libre e igualitario a la cultura.
Uno de los valores más importantes de la cultura es que introduce en nuestra vida complejidad, nos hace más capaces de responder con instrumentos complejos a la complejidad de la existencia. No por ello somos más felices, ni mejores personas, porque la cultura puede ser edificante o perturbadora. Puede servir para generar imaginarios de consenso que cohesionen una comunidad o ser un espacio de debate, crítica o subversión. La argumentación de Martha Nussbaum en Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades vale por igual para la cultura. Su aportación está en reconocer que la relevancia social de estos espacios culturales depende de ser a la vez espacios políticos. Para Holden hay una contradicción en que la política acepte la cultura como un poder transformador beneficioso mientras minimiza o ignora su capacidad perturbadora, que es también parte de su valor público. Basta con recordar la muerte de Víctor Jara hace cuarenta años, las Pussy Riot en prisión o la lista de escritores perseguidos del PEN Club para acreditar el potencial político de la cultura, avalado por los gobiernos represores.
Frente a quienes opinan que la cultura no sirve para nada, toca insistir en que su impotencia, cuando se da, es resultado de impedirle obedecer a sus propias dinámicas. Es una caja de herramientas que puede servir, entre otras muchas cosas, para cimentar una ideología o para el pensamiento crítico. La sociedad necesita espejos tanto para representar sus consensos como sus conflictos, aunque la cultura no es sólo un espejo sino una forma de actuación, de relación con el entorno y transformación. Esta dimensión política, que ya los griegos entendían cuando convirtieron la tragedia en una escuela de ciudadanía, es una de las razones de la relevancia social de la cultura. Si se desactiva esta función, corre el riesgo de la irrelevancia, de no importar.
La Vanguardia
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