Conforme se aleja el eco emocional de la Via Catalana y se traslada el debate a las instituciones políticas se van cerrando puertas al proyecto independentista en nombre de la sacrosanta Constitución del Estado español. Cuando Felipe González, el más preclaro líder político de la democracia, afirma que la independencia de Catalunya es imposible expresa el sentir de toda la clase política española y la mayoría de la europea. Y lo hace con el afecto que siempre ha tenido por Catalunya y con la preocupación por la posible fractura social. Porque en términos estrictamente institucionales no parece haber salida para el anhelo mayoritario de la sociedad catalana a decidir su futuro. Si el Gobierno del PP sitúa cualquier negociación en el marco jurídico existente, no hay posibilidad de proclamar un Estado propio que emanase del voto mayoritario en Catalunya, minoritario en España. Y como el PSOE también rechaza plantear la independencia, no hay margen de negociación sobre el reconocimiento de una nación catalana soberana. Cerrojo institucional que incluye el recurso eventual a la intervención de la autonomía de Catalunya amparada en el artículo 8 de la Constitución. De ahí la tercera vía propuesta por Duran Lleida que reconduce el debate a una mejora de las condiciones de la autonomía de Catalunya. Pero lo que hubiera podido ser un compromiso aceptable antes de los desaguisados sucesivos con la reforma del Estatut y del fallado pacto fiscal ahora se percibe en el independentismo como una rendición condicional. Entonces, ¿nada cambió la simbólica cadena humana de la Via Catalana? ¿Volverán las aguas a su cauce institucional cuando el desánimo se vaya apoderando de los ciudadanos que quieren decidir sin lograrlo? En realidad, el impacto de la última Diada ha sido aún mayor que el de cualquier otra manifestación del independentismo. Ha transformado el mapa político de Catalunya. El otrora poderoso PSC ha sido relegado a la condición de quinta fuerza en intención de voto, con tendencia a ser superado por IC, que moviliza la protesta social y conecta con las raíces catalanistas del histórico PSUC. Ciutadans, en la tradición lerrouxista de populismo y anticatalanismo, le disputa ahora el tercer puesto al PP, captando votos del PSC por españolismo y del PP por su política social. CiU está en fractura ideológica entre un Mas cada vez más soberanista y un amplio sector de Unió y de la propia CDC que sienten el vértigo de una radicalización del proceso. Las grandes empresas catalanas también intentan frenar la deriva independentista porque sus intereses son globales y temen una posible desconexión con la UE. Pero Mas es consciente de que, si no se pone al frente de este movimiento de fondo, será superado por el embate popular. Y al intentar navegar entre las olas de la reivindicación identitaria aviva la borrasca, por mucha moderación que intente en su discurso y en sus acciones. Sobre todo porque la política nacionalista está siendo transformada por la afirmación de Esquerra como primera fuerza parlamentaria por defender con claridad la consulta y la independencia. Ahora bien, en la medida en que ERC sienta la posibilidad de gobernar el país en las condiciones actuales, podría ir matizando sus posturas hacia una reforma constitucional que amplíe la presencia de Catalunya dentro del Estado español, generando por tanto disensiones internas. Frente al inmovilismo del Estado, los partidos catalanes están en un proceso de disgregación interna y conflicto entre ellos mismos que debilita aún más la posibilidad de un cambio sustancial en las instituciones. Y aumenta el desfase emocional entre el independentismo social, sobre todo entre los jóvenes, y la forma como el sistema político está procesando sus demandas, entre la ambigüedad, la confusión y la manipulación.
Pero los cientos de miles de personas que enlazaron sus manos en la Via Catalana siguen albergando un sueño y una determinación: la de su derecho a decidir. Y la mitad de la población catalana se inclina por la independencia, opinión que se hace ampliamente mayoritaria entre los jóvenes, mientras que el 75% de los ciudadanos respalda el derecho a decidir, aunque muchos no tengan clara su decisión. ¿Puede el Estado español mantener por mucho tiempo su indiferencia ante este clamor? En realidad no tiene muchas opciones porque la mayoría de los ciudadanos de España apoya a sus políticos en el rechazo a la soberanía catalana. Y ni Rajoy ni Rubalcaba, aunque quisieran un compromiso, podrían imponerlo a los barones de sus partidos, unidos en la negación de que Catalunya sea algo más que otra autonomía con iguales derechos a los demás. Y más en época de crisis cuando el reparto de recursos escasos tensa la cuerda del café para todos.
Pero que el independentismo no pueda transitar fácilmente por las instituciones españolas no lo hace desaparecer, de hecho lo radicaliza. Es un movimiento que ha surgido semiespontáneamente de la sociedad civil, aunque luego haya sido apoyado, con reservas, desde el nacionalismo político catalán y jaleado por algunos medios de comunicación que han encontrado una veta de audiencia. Y ante el bloqueo institucional surge toda clase de iniciativas, desde el proyecto de creación de una moneda catalana ligada al euro, hasta la organización de una agencia tributaria propia apoyada en la insumisión fiscal de una parte de la población. Estrategias de desobediencia civil no violenta se están imaginando descentralizadamente. Un movimiento social así no atiende a constituciones. Busca sus vías de paso hasta que encuentra salidas, múltiples salidas. Como el agua. Y si la experiencia histórica sirve de algo, el cambio en las mentes de las personas se traduce en nuevas prácticas que, a partir de una masa crítica o de una chispa emocional, acaban refundando las instituciones. Lo imposible se hace posible. La cuestión es cómo, cuándo y con qué coste social. Cuanto más bloqueo institucional haya, más difícil será reconstruir la convivencia entre Catalunya y España. Una convivencia que es esencial para ambas.
Manuel Castells
La Vanguardia