El espectacular apoyo social a la Via Catalana como iniciativa cívica ha tenido inmediatos efectos: ha hecho muy visible ante el mundo la cuestión catalana, ha supuesto un desafío al inmovilismo del Estado y del Gobierno Rajoy, ha descolocado a casi todas las fuerzas políticas tanto dentro como fuera de Catalunya, presiona a Mas en la gestión de temas y tiempos…. y refleja un cambio cualitativo en la sociedad catalana. Ya nada volverá a ser como antes de la gran Diada.
Desde fuera de Catalunya ha habido reacciones de apoyo pero la clase política mayoritaria, con susto e incomprensión, ha apelado a la “mayoría silenciosa” (a la que pretenden mantener en silencio y representar su fantasma, sin darle la palabra, por si acaso); identifica un fenómeno social como una maniobra de Mas; utiliza la Constitución como losa para ignorar y aplazar un problema; contrapone la crisis a la reivindicación soberanista como si la respuesta catalana no tuviera que ver con aquella; se amenaza con una consulta en el resto del Estado donde nadie reclama el derecho de autodeterminación en una nueva versión del café para todos; se ensaya comprar la dignidad catalana con concesiones fiscales de última hora; o se atrinchera en un españolismo herido porque muchos catalanes simplemente no se sienten españoles o quieren otra relación.
Desde Euskal Herria hemos seguido -muchos con pasión, solidaridad y envidia- esa demostración cívica y, aunque cada país es diferente, hay muchas cosas en común…. y también algunas distintas.
En común, unas identidades propias, marcadas, minoritarias respecto al conjunto del Estado, con lenguas minorizadas y en situación de diglosia (con distinto grado desde luego), unas historias sociales e institucionales fuertes, una conciencia colectiva de especificidad que ha determinado comportamientos colectivos de gran compromiso y entrega a lo largo de siglos… Ambas tienes economías sostenibles por si mismas en el marco de inevitables economías abiertas; ambas quieren un arreglo pacífico con España, sea cual sea la vía.
En ambos países no se plantea su construcción en claves de choque o confrontación de identidades entre supuestas comunidades culturales internas, sino que sus procesos de construcción cultural y política se hacen en clave de procesos largos, de integración, de proyectos avalados por mayorías distintas pero con respeto a las minorías. En ambos hay conflictos de identidad nacional obvios –la referencia nacional subjetiva- que multiplican por dos el habitual bipartidismo ideológico entre derecha e izquierda de la política española, con la referencia nacional sea a España o a la nación sin Estado, conformando en su combinación como mínimo cuatro espacios políticos. Ambos son parte de un espacio cultural y lingüístico que va allende los Pirineos y es gestionado aquende desde marcos jurídico-políticos diferenciados.
Tanto en Catalunya como en la CA de Euskadi (no cabe decir lo mismo de Euskal Herria o de los Païssos Catalans en su conjunto) hay mayorías holgadas soberanistas en sus parlamentos, como reflejo de unas mayorías sociales y no solo electorales. En ambas se reclama soberanía o derecho de decisión, y ambas cuentan con el No del Estado.
Catalunya y Euskadi disponen de sociedades civiles potentes y articuladoras –aunque más autónoma la catalana-; y, como países industrializados, tienen una potente densidad de clase que apela a un obligado sentido social de cualquier proceso de emancipación nacional. Y con ello la imposibilidad de hipotéticos procesos de construcción nacional de mero fervor patriótico.
Estos temas comunes históricamente han fraguado una admiración mutua. Los catalanes aprecian el compromiso, fiabilidad y coherencia de los vascos (y una sana envidia por su Concierto) así como su laboriosidad. Los vascos admiran de Catalunya su modernidad, imaginación, europeísmo, racionalidad y sentido práctico. La densidad relacional es así muy alta: una alianza natural que va mucho más allá de la política.
Pero también hay diferencias que, aun indicando procesos distintos, no lo son tanto como para que la suerte de una no incida en la otra comunidad, sea por su impacto en el marco jurídico político, sea porque la senda exitosa de una puede ser una vía para la otra.
Esas diferencias tienen obviamente consecuencias.
Catalunya apostó desde la Transición por el pactismo de utilidades y por explorar las vías de la negociación hasta la extenuación. A pesar del fracaso de la operación Roca (incidir desde el Estado) la lógica dominante ha sido influir en el Estado. Esta lógica ya ha tocado techo y, con un fuerte quiebro, Catalunya ha emprendido otra vía. En cambio, en Euskadi la violencia política ejercida por ETA, pretendió un atajo (sin resultados), sacrificó en su épica vidas humanas con una enorme dramatización de la vida política, favoreció el adelgazamiento democrático de un Estado autoritario que no nació de una ruptura democrática y deslegitimó socialmente al propio sector insurgente. Esa historia ha facilitado la negativa estatal a atender reivindicaciones y ha dificultado las alianzas estables en Euskadi entre quienes defienden un cambio de estatus. Como corolario, mientras la visibilidad ante el mundo del caso catalán muestra un país que solo actúa en claves cívicas, la imagen vasca aun está empañada.
La decepción y movilización consiguiente en Catalunya es reciente, tras haber hecho los deberes de una lenta y canónica reforma estatutaria, luego laminada por el Tribunal Constitucional, y tras sentirse ahogada económicamente a pesar de su contribución fiscal solidaria. En Euskadi la decepción colectiva y sin acomodo en el Estado viene desde la propia elaboración de la Constitución, aunque la constitucionalización de los Derechos Históricos y del Concierto, y algunos aspectos del Estatuto de Gernika, han sido un balón de oxígeno.
Hoy en Catalunya se han generado las condiciones subjetivas para un movimiento unitario que, aun dirigiéndose “hacia la independencia”, tiene sus bases en el derecho a decidir y en la sociedad civil. Ese cuadro facilita las alianzas políticas. Con todo, el independentismo, de formato reactivo, ha doblado su peso en las encuestas. En Euskadi, en cambio, las premisas soberanistas son mayoritarias y vienen de lejos, pero hoy carece de bases subjetivas. Ya no las hubo en ocasión de los dos intentos fallidos de Ibarretxe (Estatuto de co-soberanía y consulta). Ni el aparato del PNV ni las izquierdas abertzales generaron un movimiento alrededor de esas posiciones. Hoy el PNV no quiere construirlo –teme por su centralidad- ni la Izquierda Abertzale tiene fuerza para imponerlo en este periodo de normalización y de canalización de las secuelas del inmediato pasado.
La polarización ideológica es muy inferior en Catalunya. El catalanismo cultural y político es patrimonio de la mayoría de las fuerzas, incluido el PSC, lo que se traduce en un acuerdo general por el derecho de consulta o de decisión, con sus matices. O sea, hay un suelo común.. En cambio, la polarización en Euskadi es más fuerte. El vasquismo cultural y político es rara avis en las filas socialistas lo que permitió la alianza PSE-PP en la anterior legislatura o que el PSE comulgue siempre con los dictados de PSOE. El PSE- EE -desde su política de freno y escoba de miedos- nunca ha tenido un proyecto propio para Euskadi. Su espacio político no se deriva tanto de sus propios méritos como de las ausencias (solo la ilegalización de la Izquierda Abertzale pudo darle la lehendakaritza a López), o de las necesidades de apoyo (el gobierno Urkullu hoy) o de las apuestas ajenas (Zapatero y sus esfuerzos por la paz los capitalizó el PSE que se había opuesto a sus iniciativas).
Mientras, hoy por hoy, en Catalunya los partidos siguen a la sociedad civil, en Euskadi es al revés, los pactos partidistas o las corrientes políticas la intentan embridar o anular.
En suma, todo ello hace que en Catalunya se haya pulsado el On para un proyecto propio y alternativo, y que en Euskadi estemos sin proyecto y en stand by.
Ramón Zallo
Rebelión