Gibraltar y nosotros

Si preguntas a un ciudadano español de la calle por qué Gibraltar es español o a un argentino por qué las Malvinas son argentinas, muy probablemente te responderán simplemente enseñándote un mapa: porque están aquí, porque el Peñón le toca a España y las Malvinas le tocan a la Argentina, por una especie de imperativo categórico de la geografía. Si a un ciudadano inglés de la calle le preguntas por qué cree que las Falkland o Gibraltar son territorios británicos de ultramar, probablemente te responderá, sorprendido de la pregunta: porque sus habitantes lo quieren ser. Porque es lo que quieren los que viven allí.

 

Incluso en los casos en que el argumento de la voluntad de la gente que vive iría a su favor, el nacionalismo español es reacio por completo a usarlo. Mapa en mano, es tan difícil creer que las Malvinas son británicas como Ceuta, Melilla o Canarias son españolas. De hecho, como que el mapa físico es tan decisivo para el nacionalismo español, en nuestros mapas escolares Ceuta y Melilla no salían y Canarias estaban cambiadas de lugar, como si estuvieran tocando la Península. Pero ni siquiera en estos dos casos la respuesta a la pregunta sobre por qué Ceuta, Melilla y Canarias son españolas sería que porque así lo quieren los que viven (que seguro sí lo quieren), sino porque lo han sido siempre, porque España tiene derechos históricos. Si no funciona el imperativo de la geografía, ponemos en marcha el de la historia. Pero en ningún caso el de la voluntad de las personas que viven allí.

 

Son dos concepciones diametralmente contrapuestas de la soberanía, de la legitimidad, de la adscripción de los territorios. Para una concepción de España nacida más en el Barroco y la Contrarreforma que en la Ilustración y la Modernidad, y trasplantada a América Latina, los territorios son lo que dice la geografía o la historia, y es indiferente por completo lo que piense la gente que vive en ellos.

 

Hay tierra española viva quien viva, y casi se puede decir -nuestros libros escolares lo decían- que ya lo era antes de que viviera nadie. Las cosas son porque han sido siempre y no pueden ser porque no han sido nunca (‘Cataluña nunca ha sido una nación’). Y la historia la leen a su manera. La legitimidad nace de fuentes impermeables a la voluntad de las personas, fuentes que están marcadas y decididas previamente, y entonces sería absurdo ponerlas a votación. En Gibraltar, en las Malvinas o en Cataluña.

 

En el otro lado, la idea de que el criterio esencial para adscribir un territorio es la voluntad libremente expresada de los que allí viven. Y esto es más poderoso que la geografía y que la historia, cuando aparentemente entran en contradicción.

 

¿Quiere decir que la historia y la geografía no tienen ninguna importancia? En absoluto. Los estados no son simples gestorías ni las comunidades humanas son acumulaciones de gente con intereses económicos compartidos. Detrás de la voluntad de ser, están los efectos de la geografía y de la historia que han ido modelando una comunidad. No aparece esa voluntad de decidir si no hay un consenso social que viene en parte de los intereses económicos, pero también de un imaginario compartido y de unas referencias que la historia ha ido construyendo. Los ciudadanos de Gibraltar quieren ser británicos, pero a los de Algeciras ni se les ocurriría. Los de Melilla quieren ser españoles, y no lo piden los de Nador. Los catalanes se plantean la posibilidad de un Estado propio que no se les pasa por la cabeza a los de Guadalajara.

 

La polémica sobre Gibraltar de este verano ha venido bien porque ha puesto sobre la mesa las dos concepciones contrapuestas sobre un ejemplo que no es el catalán. La concepción según la cual manda la geografía y la historia -y cada uno la interpreta como le conviene- y es indiferente lo que quieran las personas que viven en un territorio y la que piensa que la máxima fuente de legitimidad es lo que quieren los ciudadanos, y que hay un sistema infalible para saberlo: preguntar democráticamente.

 

El nacionalismo español bebe de unas fuentes que hoy resultan incomprensibles para buena parte del mundo, en Europa y América del Norte: lo que quiere la gente no tiene ninguna importancia, manda la geografía o la historia. El nacionalismo catalán debería beber en las otras. La historia y la geografía enmarcan, pero no obligan. Manda la voluntad democrática. Aquí como en Gibraltar.

 

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