Esto ya hace años que dura: algunos dirigentes políticos, culturales y educativos han quedado fascinados por lo que podemos llamar la modernez, para no confundirla con la modernidad, que es un período histórico apasionante. La modernidad es sencillamente nuestra época (tecnología, consumo, multiculturalidad, globalización, cambio de valores, discontinuidad, creatividad, externalización…), diferenciada de la anterior (monolítica, tradición de los valores, estable, mecánica, autoridad, seguridad, interiorización …). Se trata de dos épocas, no en total contradicción entre ellas, porque la nuestra es, por fuerza, heredera de la anterior, que ha sido tan larga, viva y bien arraigada, que aún pervive en muchísimos aspectos de la nuestra, hasta que una nueva situación decante y se desarrolle.
En algunas generaciones nos ha tocado vivir este interregno entre lo de antes y lo de ahora, un interregno que Zygmunt Bauman ha descrito magníficamente bien, cuando caracteriza nuestra época, confusa y mezclada, como de “modernidad líquida”, de modernidad que se hace, se deshace y se rehace, que se transforma y modula, sin terminar de adquirir perfil definido ni solidez propia. Esto no quiere decir, claro está, que nosotros no tengamos que perseguir (y trabajar por) algún tipo de solidez, al menos en el terreno personal. Porque, si no queremos que la corriente líquida de nuestro tiempo nos remoje, nos impregne y finalmente nos lleve aguas abajo -con gran satisfacción de los que obtienen muchos beneficios líquidos-, entonces bien vendrá que adquiramos una nueva madurez, hecha con capacidad de análisis, con respeto por la crítica y la autocrítica, con convicciones comprobadas en las buenas o malas consecuencias que provoquen. Y es que la modernidad líquida no es un paréntesis histórico sino un momento importante de nuestra propia historia. La modernidad líquida también reclama responsabilidad ciudadana.
La modernez, sin embargo, es todo otra cosa. Disimula tanto como puede, pero no tiene nada que ver con todo esto. La modernez es la espuma, es el brillo, el artificio, el trampantojo de la modernidad. La modernez es aparente, ciega y quizás entusiasma, pero ni aporta mucho ni compromete nada: innova siempre y porque sí, incorpora cambios y los desincorpora cuando opiniones más modernícolas -si puede ser, estadounidenses- lo prescriben. La modernez es hiperactividad enloquecida y descontrolada, es realmente el último grito en todo, pensando sobre todo en el eco que tendrá, en el aplauso que conseguirá, y también en el negocio.
Lamentablemente, la modernez ha llegado hace tiempo a la educación, con la complicidad activa de muchos educadores, pedagogos y dirigentes. Muchos de los que lamentan la situación penosa de las llamadas “humanidades” participan en la desaparición progresiva (¡progreso, progreso!), por ejemplo, de la cultura clásica, de la literatura o de la filosofía en secundaria. La modernez estima, en cambio, las llamadas “materias instrumentales”, como la informática o el inglés. Yo no tengo nada, absolutamente nada, contra estos instrumentos, que pueden ser realmente muy útiles. Pero me gustaría plantear alguna pregunta a los programadores de todo eso: ¿un instrumento debe ser sólo una herramienta, verdad? ¿Y una herramienta para qué? ¿Acaso ayudamos a los alumnos a ser ellos mismos instrumentalizados? ¿Les enseñamos realmente a usar esos instrumentos para algo? ¿Para pensar, por ejemplo? ¿Cómo lo hacemos? Si vamos eliminando materias con contenidos y vamos reforzando materias instrumentales, ¿a dónde iremos a parar? ¿Son la informática y el inglés materias que, por sí mismas, ya nos ayudan a pensar, ya nos hacen crecer como personas, como ciudadanos adultos?
Por eso utilizo aquí la filosofía como ejemplo paradigmático del desastre de una modernez miope. No tiene nada que ver el hecho casual de que yo sea del ramo (pensarlo ya sería ir falto de recursos), sino el hecho históricamente comprobado de que la filosofía expresa de manera singular la presencia en la enseñanza de una materia que aboca a la reflexión, al espíritu crítico, a la argumentación rigurosa.
Sé perfectamente que a menudo la filosofía que enseñamos no hace el suficiente trabajo que debería hacer, porque ni es lo bastante clara, ni bien argumentada, ni lo suficientemente crítica. Pero esto lo sé justamente porque me lo ha enseñado la práctica misma de la filosofía. El día en que la filosofía desaparezca definitivamente los estudios reglados de secundaria -estamos en la antesala-, nuestra sociedad será menos sutil, menos preparada para la reacción democrática. Algunos tendrán la culpa, pero todos nos deberíamos avergonzar.