Pensar lo peor

El filósofo Séneca recomendaba a sus seguidores que tuvieran presente la peor de las posibilidades para así al menos encarar el mal con una cierta preparación. El pensador estoico se refería al destino ineluctable de los humanos: la muerte, aunque la máxima también se podía aplicar a la pérdida de cualquier otra condición que juzgamos valiosa (el amor, la salud, la riqueza, la paz) y blindarnos de esta manera ante los caprichos de la fortuna que alteran nuestra serenidad.

 

Respecto al proceso de secesión de Cataluña, incluso en épocas de latencia estival como la que atravesamos (la calma que precede a la tormenta), a veces también se hace inevitable, y tal vez sea recomendable, pensar lo peor. ¿Y cuál parece el horizonte más temido? Con una mayoría democrática soberanista cada vez más consolidada, con unos partidos unionistas y sucursalistas en caída libre, con unas élites intelectuales proespañolas con argumentos cada vez más raquíticos (y en ocasiones pidiendo el cobijo desesperado de Madrid como han puesto de manifiesto estas semanas algunos artículos de Francesc de Carreras, Joaquim Coll o Jordi Gracia), la amenaza más inquietante es la represión violenta de la voluntad de emancipación catalana.

 

Analizado con cierta frialdad, la intervención del autogobierno por la vía dura es la única alternativa que le queda al Estado para impedir la independencia de una de sus partes. Ni siquiera la traición de algunos sectores de las élites políticas catalanistas (sea por iniciativa propia, sea por compra, sea por presión de las estructuras económicas y mediáticas herederas del franquismo que han mantenido su hegemonía a base de rendir vasallaje al poder español) lograría a corto o largo plazo frenar un anhelo colectivo desbocado. El disparate tal vez deba transitar por una fase intermedia, una intervención light por la vía presupuestaria con el pretexto del incumplimiento del déficit, pero el contraste entre el régimen de imposición y la voluntad popular será tan insostenible que España tendrá la tentación de lanzar el puño de hierro con la esperanza de que el miedo, la inminencia de la matanza atávica y largamente repetida en el curso de la historia, disuelva el ímpetu de las clases medias catalanas. ¿Y la comunidad internacional? ¿Y el espacio de paz y de seguridad que la UE ha construido arduamente durante más de medio siglo? Pensar lo peor significa que España lo puede mandar todo al traste si se juega lo que ellos consideran su supervivencia nacional. Además, porque los lentos engranajes internacionales (al menos los europeos) comenzaran a movilizarse ya habría sido necesario que se perpetrara cualquier derribo. Más allá de las amonestaciones de algún primer ministro como David Cameron las reacciones foráneas contra la barbarie no se empezarían a desplegar hasta que la riada se hubiera llevado a alguien por delante.

 

Porque, y aquí está la clave de bóveda del pesimismo sobre la actitud española, no sólo se trata de Cataluña. El mismo Aznar, que ahora conspira contra su sucesor para asumir el papel de redentor, ya lo vaticinó claramente unos días antes de que el Parlamento catalán, en el lejano 2005, aprobara una propuesta de reforma del Estatuto. Con ese gesto, decía el expresidente del gobierno español, se consumaba la “balcanización” de España. El fantasma de Yugoslavia se cierne sobre la Península Ibérica porque con la separación de una de sus partes más prósperas el saqueo ejercido por el centro sólo continuará sobre otros territorios rentables: la Euskal Herria que vería tambalearse el concierto económico (en estos momentos único mitigador de las ínfulas soberanistas vascas) y el resto de los Países Catalanes (Valencia y las Islas) que permanecerían en el reino español aún más estrangulados financieramente y humillados en la lengua y en sus hechos diferenciales. Bien mirado, el pensamiento negativo respecto a Cataluña sería susceptible de moderarse si aceptamos que, en una España que camina directa hacia la fragmentación, el Principado haga el papel de Eslovenia: un corte de bisturí rápido y efectivo, con un conflicto de diez días y una porción exigua de bajas. El drama se ceñirá con más intensidad en aquella parte del resto de España sobre la que la Castilla impotente, pobre, corrupta y aislada sacuda con toda su rabia y su proverbial mezquindad. ¿Cuál será, en definitiva, la Bosnia del conflicto español? ¿Qué área de mayorías nacionales difusas sufrirá más? ¿Navarra? ¿El País Valenciano?

 

Pero volviendo a los presagios más funestos dedicados a la ambición independentista del Principado, quizás conscientes de que con la fuga de este territorio todo caiga como un castillo de naipes y que el apoyo al unionismo no llegue ni al treinta por ciento, aunque un bloqueo indefinido no haga nada más que incrementar la mayoría soberanista, el gobierno español opte por poner toda la carne en el asador y los poderes europeos, aun entendiendo que la descomposición de la Península Ibérica remataría el precario orden continental que apenas se está recuperando el pulso tras la crisis del euro, mire hacia otro lado mientras la fuerza bruta desfila por la Diagonal de Barcelona con pocas diferencias de como en los tanques se pasearon por el centro de El Cairo hace tan sólo unas semanas.

 

Reflexiones lúgubres para los días solares, tan sólo deseo que no sólo sea un ciudadano el que siguiendo el consejo de Séneca piense lo peor en el ocio del verano sino que el gobierno de la Generalitat y sus aliados en el proceso hacia la libertad ya estén pensando cómo reaccionar ante el escenario más adverso.

 

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