La cultura política de un país no la construyen sólo los políticos y las estructuras organizativas e institucionales dentro de las cuales se deben mover. Además del protagonismo que también puedan tener los mismos ciudadanos, son determinantes los medios de comunicación que retransmiten el juego político y, por tanto, todo el grupo de periodistas y verdaderos -y presuntos- expertos que la interpretan. O, mejor dicho, que la interpretamos, para no esconder la cabeza bajo el ala. Pues bien: desde mi punto de vista, lo más peligroso de esta relación entre política y periodismo es entrar en la espiral que va de la sobreactuación del político a la sobreinterpretación del analista, lo que obliga a una mayor exageración del gesto político, que, a su vez, facilita el análisis tremendista del tertuliano… Y así, hasta que se desinfla el globo comunicativo, se pierde el interés por lo que parecía ser el último pataleo de la legislatura, y sólo queda confusión y algún rasguño personal, que la víctima debe aceptar con resignación. No hace falta que diga que, al contrario de lo que debería, a políticos, periodistas y analistas, estas espirales nos animan y, por tanto, más que evitarlas, las buscamos.
Que el político a menudo sobreactúa es una evidencia. Cuando está en la oposición, necesita mostrarse profundamente indignado con el gobierno. Y cuando está en el gobierno, necesita convertir las acciones más modestas en los gestos más grandilocuentes. La política, en público, se mueve inevitable -y fatalmente- entre la denuncia escandalizada de unos y el autobombo complaciente de los otros, sin muchas medias tintas y sin mucho espacio para la autocrítica. Aquí esquivamos la dimisión y no pasamos del “Me he equivocado. No lo volveré a hacer”. Es por eso que el mundo de la política se ha llenado a rebosar de profesionales de la comunicación, un trabajo de riesgo porque, en justa correspondencia a su predomio, todos los grandes fracasos políticos se atribuyen a las malas políticas comunicativas. De modo que, en general, la cima de la autocrítica política no va mucho más allá de un “Es que comunicamos mal”, y no “Es que lo hemos hecho mal”. Por reciente, podemos poner el ejemplo del análisis de la crisis política por el caso Bárcenas. Al final, muy buena parte del debate se ha centrado en la naturaleza de la comparecencia de Rajoy. En sí debía dar la cara o no, si había reaccionado con suficiente rapidez o lo había hecho tarde, si era un presidente plasma, si había hecho caso a la estrategia comunicativa de Arriola o de los sorayos, y, aún, si un acontecimiento dramático había ayudado a calmar con una dosis de fervor patriótico una indigestión de desafección gubernamental. Y, sobre todo, si Rajoy había respondido con suficiente fuerza y había derrotado a Rubalcaba. En definitiva, la discusión sobre la comunicación siempre suele acabar culminando todo debate político, que es la manera como los analistas -periodistas políticos, tertulianos y expertos- podemos acabar hablando, en el fondo, de nuestro propio negociado.
Tengo la sospecha de que una de las causas de esta lógica sobreinterpretativa -lo que, dicho en términos populares, lleva a coger el rábano por las hojas- deriva del hecho de que la opinión es más barata que la información. Más barata, primero, porque lleva menos trabajo. Y, segundo, porque se paga a precio más bajo. La excusa técnica para esta sobreabundancia de opiniones suele ser que la noticia, la información, ya nos llega instantáneamente y que, por tanto, el trabajo del medio de comunicación, cada vez más, debe ser el de interpretar. Pero el resultado es que solemos estar mal informados por la escasez de hechos conocidos y vivimos confusos por el exceso de una interpretación formada más por el prejuicio que por el análisis documentado. Al contrario, creo que la mejor interpretación es la que deriva de un conocimiento riguroso y lo más completo posible de los hechos, y el sesgo analítico debería circunscribirse a la valoración del contexto que los explica. Sin embargo, nuestra cultura política se construye sobre las proporciones contrarias: con cuatro indicios no contrastados, con un “parece”, ya tenemos fundamento suficiente para debatir apasionadamente en una tertulia entre varias teorías conspirativas. Y, pasados los cuarenta minutos, o el folio y medio, aquí paz y allí gloria.
Dar consejos es tan fácil como sería, en mi caso, poco honesto. Escribo en las páginas de opinión, participo en tertulias… y más de uno me podría decir: ¡médico, cúrate tú mismo! ¿Tiene algún valor, pues, que sugiera una mayor contención en el calibre de opiniones que se ofrecen, o más contención verbal en las tertulias donde triunfan los pirómanos, los apocalípticos y los dogmáticos, si justamente parece que estamos al servicio de todo lo contrario? El periodismo tiene mala pieza en el telar para hacer crítica de la política…