Es de todos conocido el llamado “experimento de Milgram”, una investigación sobre la obediencia desarrollada por el psicólogo estadounidense del mismo nombre en los años sesenta del siglo pasado. Voluntarios que creían estar participando en un experimento oficial sobre la memoria, y que recibían una pequeña remuneración por ello, accedían a aplicar descargas eléctricas a un “aprendiz” cada vez que éste no podía responder a una pregunta. Aunque los voluntarios no lo sabían, el “aprendiz” era un actor y los electrodos a los que estaba conectado su cuerpo eran falsos. Los resultados fueron espeluznantes: conminados por uno de los “investigadores” cada vez que dudaban (“el experimento requiere que usted continúe”), el 65% de los voluntarios llegó a aplicar el nivel máximo de potencia, 450 voltios, a pesar de las súplicas y gritos del “aprendiz”; y ninguno de ellos se detuvo antes de alcanzar los 300 voltios. Milgram trataba de explicarse la conducta de los funcionarios nazis, como el famoso Adolf Eichmann, y descubrió la normalidad, casi universalidad, de la obediencia a la autoridad, en cuyos mimbres se disuelve, como un azucarillo, la conciencia individual y los escrúpulos morales.
Milgram centraba mucho la atención en el carácter “oficial” del experimento: el número de “desobedientes” aumentaba si se convocaba a los voluntarios en nombre de una empresa privada y no en nombre del Estado. Pero dio menos importancia al hecho -para mí fundamental- de que el voluntario infligiese dolor al aprendiz a través de una máquina, la cual introducía dos elementos “psicológicos” decisivos. El primero tiene que ver con la distancia, en el sentido de que la máquina evitaba el contacto físico directo con la víctima y dificultaba la “representación” de su sufrimiento. El segundo, más decisivo aún, se relaciona con la “racionalidad e impersonalidad” de la máquina, depositaria en sí misma de una “finalidad” superior. La verdadera autoridad a la que se somete el voluntario no es la del investigador humano ni la de la abstracta instancia oficial que lo ha convocado sino la del aparato del que su cuerpo y su conciencia se han vuelto meras prolongaciones. Como es sabido, la introducción -por ejemplo- de picanas eléctricas en las sesiones de tortura de las dictaduras latinoamericanas (en los mismos años en los que Milgram realizaba su experimento) buscaba menos aumentar el dolor del prisionero que convertir la tortura en una rutina profesional, parecida a la de la medicina, asumible por cualquier “sensibilidad común” como parte objetiva del oficio.
Esta objetividad, racionalidad e impersonalidad de la máquina tiene efectos pavorosos. Podemos decir que el desarrollo tecnológico ha producido algo así como una superación universal del Estado de Derecho. La tecnología ha naturalizado en la conciencia de los seres humanos la violación del derecho como un efecto rutinario del uso de máquinas. Pensemos, por ejemplo, en los drones. Las organizaciones de derechos humanos han denunciado siempre como intolerables las ejecuciones extrajudiciales, y ninguna persona decente deja de estremecerse ante la idea de un ciudadano -delincuente o no- asesinado en un callejón por un policía. Cuando eso ocurre como consecuencia de un bombardeo en el que decenas de civiles mueren sin haber cometido ningún delito o, en cualquier caso, sin derecho a un juicio justo, nos escandaliza también, aunque bastante menos. Pero si es un avión sin piloto el que, además de violar la soberanía de otro país, mata a un “blanco escogido”a 10.000 km. de distancia, entonces nadie protesta. Todos aceptamos con naturalidad que se asesine a un ciudadano de otro país en un callejón de Aden o de Islamabad si se hace desde lejos y a través de una máquina “vacía de hombre”.
Algo parecido ocurre en las aduanas y en los aeropuertos. Todos los turistas del mundo -a los emigrantes no les queda más remedio- aceptamos sin protestas ni resistencias que se conculque de hecho el principio de “presunción de inocencia” y que se nos trate, por tanto, como a sospechosos de terrorismo, porque esa suspensión del derecho se realiza a través de un proceso mecanizado en el que somos manejados por máquinas más que por manos. Un registro manual nos soliviantaría y nos humillaría; si se utiliza un escáner electrónico no sólo no nos resistimos sino que nos sentimos tranquilos, apaciguados, casi como si nos estuviesen “curando”.
Lo mismo sucede en el caso Snowden. Dejemos a un lado el escándalo político, la complicidad de la Unión Europea, el ignominioso “acto de guerra” contra Bolivia y su presidente. ¿Por qué los ciudadanos del mundo hemos aceptado con tanta docilidad el espionaje potencial de nuestros correos privados por parte de los EEUU? Soportamos difícilmente la curiosidad de un vecino entrometido y fisgón; y nos repugna instintivamente la figura del soplón o del confidente que, como ocurría en la dictadura de Ben Ali en Túnez, pasaba información a la policía sobre las conversaciones privadas en los cafés. Por lo demás, uno de los rasgos que más escandalizaba a los occidentales de los regímenes de la órbita soviética (pensemos en la famosa película “La Vida de los Otros”) era su tentativa rudimentaria e impotente de “espionaje total”. Pues bien, esa pesadilla antiliberal del “espionaje total” se ha hecho realidad en el país más “liberal” del planeta, desmintiendo así que realmente lo sea, y no hemos dicho nada. ¿Por qué? Una explicación es que nos hemos tragado la propaganda “antiterrorista” del gobierno estadounidense, dispuestos a sacrificar derechos y libertades a la promesa de una mayor seguridad. Otra -mucho más natural- es que este “espionaje total” se realiza a través del más sofisticado, desarrollado y universal sistema tecnológico de comunicación global, en el que están atrapados también nuestros placeres, nuestros amores y nuestros trabajos.
Cuanto más artificial es un procedimiento más naturales nos parecen sus consecuencias. Más allá de las ideologías y de las estrategias políticas, más allá de los gobiernos que las usan, son las máquinas mismas las que impiden distinguir -a nivel de la conciencia humana- una cámara de tortura de un quirófano de una aduana de un bombardeo de un e-mail de un parque de atracciones de una cocina moderna. Capitalismo y democracia social son incompatibles, pero el capitalismo ha impuesto ya un horizonte mental de maquinismo consumista tan “atmosférico” que no sabemos si podremos algún día retroceder de nuevo -sin pedir ya mucho más- hasta la más sencilla y elemental -y cruel- humanidad.