Cuanto más se extiende entre el pueblo de Cataluña la voluntad de constituir (de hecho, habría que decir reconstituir) el propio Estado, más gente pide sobre qué bases se organizará este nuevo Estado. Es lógico y natural. Y uno de los aspectos que interesan para esta situación futura es el del régimen lingüístico que se pueda establecer, dado que una parte considerable de la población actual de Cataluña es de origen foráneo inmediato o de primera generación o segunda y tiene una lengua de origen u otra. De hecho, se calcula que hay más de trescientas. Ciertamente, es muy importante estudiar y debatir cómo se puede gestionar en el nuevo Estado esta diversidad lingüística, tanto desde el punto de vista de los derechos de las personas como desde el punto de vista de la riqueza, cultural y económica, que puede significar para el nuestro país.
Es muy preocupante, sin embargo, que el interés por el régimen lingüístico del futuro Estado catalán no empiece precisamente por el catalán mismo, por la lengua que nos constituye como país desde hace más de mil años y que nos da el aspecto más visible y más tangible de nuestra personalidad nacional ante los otros pueblos y otras culturas. Pues, del estatus jurídico-político del catalán en el nuevo Estado no se habla. De hecho, ocurre el fenómeno paradójico de que cuanto más se habla de independencia menos se habla de la lengua. Como si la lengua catalana no fuera uno de los problemas más graves que deberá afrontar la reconstrucción nacional protagonizada por el nuevo Estado. ¿O es que no es para una verdadera y completa reconstrucción nacional, para un futuro nacional pleno y garantizado, para lo que queremos un Estado propio? ¿Y la recuperación plena y garantizada de la lengua nacional no debe formar parte de esa reconstrucción nacional?
Parece como si esto no preocupara. Sigue preocupando y movilizando, ciertamente, la ‘defensa’ de la lengua de los ataques provenientes de España. Pero es la defensa -aunque necesaria, no es necesario decirlo- de un estatus, el del régimen autonómico, que es precario y que no ha servido para detener la castellanización de muchos sectores de la actividad social en las grandes áreas urbanas, ni la castellanización de la estructura lingüística del catalán hablado y escrito. Ahora, sobre el futuro estatus jurídico del catalán y sobre las medidas de gobierno necesarias para revertir la situación actual del catalán, planea un silencio que pasma.
Cosa peor aún: el silencio general sólo se ha roto muy recientemente por algunas lacónicas manifestaciones del sector político y de algunas entidades cívicas que lo único que expresan no es la preocupación por cómo el nuevo Estado hará salir a la lengua nacional del callejón sin salida en que se encuentra atrapada, sino para asegurar sea cual sea el voto positivo de la población de origen hispanohablante en la consulta sobre el futuro político de Cataluña, mediante previsiones sobre el futuro estatus jurídico-político del castellano en la Cataluña independiente, las cuales, por si fuera poco, podrían comprometer o incluso impedir la salida del catalán del callejón sin salida actual.
Todo ello -silencio sobre el catalán y manifestaciones procastellanas esporádicas- parece mostrar una desorientación general y un sentimiento de debilidad y hasta de inferioridad que, si es explicable, no anuncia nada bueno ni para el catalán ni para la independencia. Claro, si quienes deberían hacer las propuestas de futuro demostraran finalmente no tener las ideas claras -sobre cualquier problema básico del país y, por tanto, también y muy principalmente sobre la lengua- o bien demostrarían inseguridad o rezumarían debilidad, comprometerían este mismo futuro.
Sea como sea, podemos deducir del silencio y de las manifestaciones dos cosas: a) una tendencia generalizada a percibir como natural y buena la situación sociolingüística actual de Cataluña y, por tanto, digna de asegurar su continuidad en el futuro, y b) una ignorancia también general de las leyes sociológicas que rigen la superposición de lenguas en una misma sociedad. Trataremos de hacer un breve análisis.
Sin duda a estas alturas a mucha gente le parece ver que la existencia de un uso social creciente del castellano en muchos lugares del país se debe a que ha llegado una gran cantidad de personas de origen español, las cuales, ‘naturalmente’, han continuado hablando el castellano en Cataluña, e incluso sus hijos. Por tanto, el uso del castellano en Cataluña hoy es percibido por mucha gente como un hecho ‘normal’ y ‘natural’, que lógicamente hay que reconocer e incorporar.
La inmigración es un hecho normal, sí, pero la causa del actual uso social del castellano en Cataluña no es la inmigración, sino la imposición política del castellano como lengua dominante, como ‘lengua oficial’. Esta es la única causa. Si Cataluña hubiera continuado a partir del siglo XVIII con su Estado y con su sistema constitucional, por muchos castellanos que hubieran venido en el siglo XX, ni éstos habrían podido continuar, como lo hacen ahora, con su monolingüismo funcional (es decir, que una gran mayoría podría hablar en catalán, pero de hecho habla ‘normalmente’ en castellano), ni los catalanes habrían adquirido la norma implícita de cambiar de código lingüístico ante estos inmigrantes (conocida también como norma de subordinación).
A diferencia de las otras lenguas de origen inmigratorio que actualmente también se hablan en Cataluña, el castellano tiene, pues, dos estatus claramente diferenciados. El castellano tiene en Cataluña, por un lado, el estatus de lengua de dominación, que pretende imponerse por ley como lengua de uso social general, como lengua territorial, suplantando al catalán en esta función y en este estatus, por otro lado, tiene el estatus de lengua de origen inmigratorio de una parte de la población, estatus que comparte con las otras lenguas de inmigración. El problema lingüístico, con la consiguiente regresión del catalán, está causado por el estatus del castellano como lengua de dominación y es ese estatus precisamente lo que una independencia política debe abolir, si se trata de una verdadera independencia política.
Y esto no es una opción política, porque no hay otra opción. No hay opción. Sólo hay un camino, un solo camino, si no se quiere que la lengua del país, el catalán, sea sustituida por otra, porque no pueden coexistir en un mismo territorio de una sociedad moderna dos lenguas con la pretensión de tener las dos a la vez el estatus de lengua territorial. Ni pueden coexistir, ni tan siquiera podría llegar a aparecer una lengua territorial recién llegada, si no es, como vemos en el caso del castellano, como una anomalía transitoria producida por una imposición política.
Y este es el otro aspecto que parece que se ignora o se quiere ignorar en la situación actual. Dos lenguas, en efecto, no pueden coexistir en el uso lingüístico general estable de una misma sociedad moderna, industrial o postindustrial. En una sociedad preindustrial sí, especialmente en formaciones políticas de tipo imperial. Pero en una sociedad moderna no, este es precisamente uno de los rasgos del carácter nacional y de las sociedades nacionales. Cuando esta aparente coexistencia tiene lugar es siempre por razones de una anomalía de raíz política (de una imposición política) y termina siempre con la desaparición de la lengua agredida, subordinada, políticamente, si es que el proceso no se puede o no se quiere revertir con una acción política en la dirección contraria. Una acción política que sólo puede ser estatal.
Una persona puede ser bilingüe, y hay muchas, sin ningún problema. Pero una sociedad no puede serlo. Un Estado (en el sentido de estructura política y administrativa) sí lo puede ser, también, si administra diferentes territorios con una lengua diferente en cada uno y quiere ser respetuoso con esta diversidad territorial. Pero en un mismo ámbito territorial no puede haber un uso social general bilingüe de una manera natural y, por tanto, estable. Esto forma parte del abecé de la sociolingüística.
Pero en Cataluña no hay que ser sociolingüista para saberlo. Sólo hay que ver cómo ha evolucionado la realidad lingüística contra el catalán desde que Castilla se anexionó Cataluña y cómo además el Estado español (renombrado ‘español’) se ha convertido en un Estado moderno (aunque sea ‘sui generis’). Y ni eso, no hay ni que saber historia de la lengua, tampoco. Sólo hay que ver cómo han evolucionado las cosas desde la restauración de la Generalitat en 1980.
Una Generalitat que no ha tenido más remedio que gestionar un llamado ‘bilingüismo’ como si se tratara de una realidad natural, pero que ha cometido el error persistente de no denunciar este falso e imposible ‘bilingüismo’ como una imposición política (como la continuación de la imposición política iniciada con el decreto de anexión de 1716). No sólo no lo ha denunciado sino que se ha dedicado a maquillar la realidad del uso social del catalán, que era y es regresiva a pesar de todos los esfuerzos (insuficientes por las limitaciones de la ‘legalidad’ española) que la Generalitat mismo ha hecho para contrarrestarla.
Esta política errónea, añadida a la acción secular de imposición lingüística de España, ha producido el efecto perverso de hacer aparecer como normal y justa una realidad sociolingüística, la actual, absolutamente anormal e injusta. Un efecto que es especialmente perverso en las generaciones crecidas y educadas en este período de régimen autonómico, para las que esta anormalidad ‘normal’ ha aparecido asociada con la idea de normalidad democrática.
Nadie puede pensar que ningún catalán, sea de raigambre, sea de inmigración reciente, nadie que sienta el país como propio, desee la desaparición de la lengua del país, la lengua catalana. Y tampoco podemos pensar que la quieran quienes intentan llevar adelante el proceso de independización y de recuperación del Estado catalán. Sin embargo, vistas las pocas pero asombroso declaraciones que se han hecho sobre esta cuestión y el silencio, el mutismo, que en la práctica se van imponiendo y autoimponiendo los grandes medios de comunicación sobre la gravedad de la situación sociolingüística en Cataluña (aunque más grave en los otros países de lengua catalana) y sobre la necesaria reversión del proceso de sustitución lingüística, parece de al forma como sí se quisiera o aceptara la desaparición de la lengua catalana.
Se puede comprender el dilema de algunos líderes políticos y cívicos actuales a la hora de ganar adhesiones para el proceso de autodeterminación nacional. Por un lado, quieren reunir, y hace falta que así lo hagan, la mayoría social más amplia en favor del Estado catalán. Por otra parte, temen que esta mayoría se vea mermada si no hacen unas determinadas promesas que quizás es osado hacer en algunos casos y que es seguro que no pueden hacer en otros.
Entre las promesas que es seguro que no pueden hacer, la que con más seguridad no pueden hacer es que haya en Cataluña dos lenguas con el mismo estatus de lengua territorial (que es lo que quiere decir ‘lengua oficial’ en la perversa terminología política española que a todos nos han metido en la cabeza) sin que una, el castellano, continúe sustituyendo a la otra, el catalán, hasta dejarla reventada por dentro (estructuralmente) y en situación absolutamente residual por fuera (socialmente). Sería la promesa de la suspensión de la ley de la gravedad en el ámbito sociolingüístico.
Todo el mundo puede entender que no sería nada aconsejable, por ejemplo, que alguien declarara, por mucho que lo creyera beneficioso para los resultados de un pronunciamiento plebiscitario de autodeterminación nacional, que al día siguiente de haberse constituido la República Catalana dejaría de regir en Cataluña la ley de la gravedad y los catalanes podríamos poner los objetos allí donde nos apeteciera, sin apoyo y sin que se cayeran.
Pues, de esta misma especie son las declaraciones que afirman, lisa y llanamente, que el castellano podría seguir siendo ‘lengua oficial’ (o formulaciones semejantes) en la Cataluña recién liberada del Reino de España (seudónimo moderno del Reino de Castilla). Y no sólo por la ironía política que esto significaría (consagraríamos la ‘dependencia’ lingüística, que también quiere decir cultural en sentido amplio, en el momento mismo en que nos convertiéramos en políticamente ‘independientes’), sino, ante todo, porque esto implicaría una visión de la realidad gravemente sesgada y gravemente contraria al funcionamiento social de las lenguas.
Todos, y especialmente los que hacen declaraciones públicas, debería tener la prudencia de no hacer afirmaciones que no sólo dependen de una voluntad política, o de un interés político, sino que para empezar dependen de las leyes de la naturaleza, como la ley de la gravedad o como las leyes sociolingüísticas. Y todo el mundo debería sentir la responsabilidad de no hacer oídos sordos sobre la grave situación de la lengua y la necesidad de superarla.
Josep Ferrer , filólogo y político, miembro fundador de la ANC.
[Publicado originalmente en la revista Llengua Nacional, 83, II trimestre de 2013.]