En un salón municipal de la ciudad de Münster, el visitante puede contemplar con calma las caras severas de los delegados y embajadores que pasaron largas semanas y meses cavilando cómo arreglarían el mapa de Europa: viendo las caras que ponen, y la incomodidad del lugar, los problemas serían muy peleagudos y complejos, dado que los personajes resistieron impávidamente tanto tiempo sentados alrededor de una mesa, o en sillas que parecen de corazón monacal. En Europa las paces y tratados de Westfalia, de eso hace más de tres siglos y medio, los señores embajadores o los soberanos que los enviaban, cansados de tantas guerras por derechos dinásticos o por religiones o por lo que fuere, cansados de sentarse en esa sala inhóspita y severa, decidieron que los estados son los estados, las fronteras no se tocan, y cada soberano es soberano en su soberanía. La idea, el concepto o principio, que era una novedad considerable, se elaboró sobre todo para aclarar la situación del Imperio Germánico, pero rápidamente se convirtió en una doctrina inmutable. En cuanto a la estabilidad que supuestamente garantizaba el tratado, el hecho es que no duró mucho: tres cuartos de siglo más tarde, las paces y tratos de Utrecht debían recomponer el mapa otra vez y redibujar soberanías y fronteras.
Tampoco duraron mucho los efectos de Utrecht, y un siglo después (pasado el horror de Napoleón que, en nombre de la France y de la liberté, provocó más muertes y más destrozos que Gengis Khan y la peste negra juntos) el Congreso de Viena tuvo que arreglarlo todo de nuevo, sobre la misma doctrina y los mismos conceptos que los negociadores de Münster. El principio parecía serio y perpetuo: están los imperios y los reinos, principados y ducados, hay alguna pequeña república curiosa (como Suiza), pero sobre todo está la fe en la intangibilidad de las fronteras, y en la soberanía incondicional de quien la esté desempeñando. Así, Europa será estable, inmutable, y los soberanos serán siempre intocables. Está claro que los polacos se quedaron bien jodidos, repartidos entre tres soberanos, y que tampoco lo veían nada claro, desde el principio o progresivamente, los alemanes y los italianos divididos en pequeños estados y que querían formar uno solo; y lo veían cada vez menos claro los países o pueblos incluidos en un gran Estado pero que querían tener uno propio, como los checos y los húngaros del Imperio Austriaco, los fineses, los estonios, letones y lituanos del Imperio Ruso, los rumanos, búlgaros, griegos, albaneses y algunos otros pueblos más del Imperio Turco, y así hasta más de la mitad de las poblaciones de Europa.
Daba igual: no contaba la gente, ni los pueblos, contaba el Estado soberano, la sacralidad de la frontera, la idea de que el único mal absoluto es cambiar lo que hay (cuando lo que hay es lo que conviene al soberano, es decir al Estado). Un resultado espectacular de esta doctrina inmutable, si me permiten un punto de sarcasmo, es que en el curso de las décadas siguientes, Italia y Alemania se unificaron, las fronteras del sudeste de Europa fueron hacia aquí y hacia allá (más hacia allá que hacia acá), y un buen puñado de nuevos países, empezando por la pequeña Grecia, salieron a la luz de la independencia. Lo que resulta sorprendente es que ahora mismo, después de una larga historia que la contradice a cada paso, la doctrina establecida en aquel salón de Münster continúa inmutable: es, por ejemplo, la que se predica incesantemente desde todas los tronos, escaños, cátedras y periódicos de España para defender la soberanía indivisible y única del Estado constituido. El Estado es el único dueño de su territorio, el único señor de sus habitantes. Y si la historia de Europa demuestra que este principio ha sido repetidamente invalidado por los hechos, entonces lo que hay que hacer es ignorar la historia.
Porque después de los alemanes, húngaros, griegos, rumanos, etc. del siglo XIX, empezaron a removerse también los eslovenos, los eslovacos, croatas, y al otro lado del continente los flamencos, los catalanes y los vascos, y algunos otros que se habían (nos habíamos) espabilado demasiado tarde, y a principio del siglo XX, un país tan “oriental” como Noruega, se hizo pacíficamente independiente, y otro como Irlanda afirmó con armas y revueltas su aspiración a la independencia. Para redondear el éxito final de la Europa intocable de Westfalia, de Utrecht y del Congreso de Viena, un siglo después de este congreso llegó la Primera Gran Guerra. El resultado fue otro cambio general de fronteras, la desaparición de antiguas soberanías intocables, un puñado de nuevos estados independientes, desde Finlandia hasta Polonia o Checoslovaquia, y un nuevo sistema que no funcionaba bien. Y otra Gran Guerra el 1939-45, y otro mapa de fronteras y soberanías que tampoco se pudo sostener mucho tiempo. Con el resultado de que, cincuenta años más tarde, media Europa empezó a hacerse preguntas, y a encontrar respuestas, tranquilas o no.
¿Siempre debía existir un Estado llamado Checoslovaquia? ¿Yugoslavia era un estado sólido y perdurable? ¿Los países bálticos debían ser siempre parte de un imperio ruso, llamado entonces soviético? ¿El Cáucaso y Asia central también? Hasta que lo que parecía inmutable, estalló hecho añicos, incumpliendo otra vez el principio de la intangibilidad de los estados soberanos. Los efectos son bien conocidos, como en cualquier otro tiempo de la historia: paz y prosperidad en algunos lugares, guerra y desastre en otros, y nuevas fronteras y abundantes proclamaciones de independencia. De todo ello se deriva una sola constante: que en los últimos tres siglos no hay nada constante en la historia de Europa, y menos que nada las fronteras, el número y forma de los estados, y su estructura territorial. Y que si hay alguien que esté fuera de la historia, no son los que proponen o desean alguna forma de independencia para su país que no tiene, o quienes proponen, redefiniciones territoriales, sino los que sostienen como verdad eterna, y mantienen como seguridad metafísica, que en Europa los estados constituidos son eternos e intocables, las rayas inmutables, y las soberanías no divisibles, compartibles o asociables por dentro. Son estos, vista la realidad de los últimos siglos, quienes están absolutamente fuera del curso de la historia de Europa. Cosa que no reconocerán nunca y, por eso mismo, les servirá de poco para reducir anatemas y amenazas, y menos aún para aclararse la vista y las ideas. Sobre todo porque España y Francia no son historia, son metafísica y teología.