El invento del catalanismo

La polémica que ha generado el coloquio programado por el Centro de Historia Contemporánea de Cataluña (CHCC) con el nombre ‘España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)’ es absolutamente comprensible. El título, el contenido y el propósito desafían el paradigma dominante de la historiografía catalana de los últimos cincuenta años.

 

Poco después de que en 1934 Ferran Soldevila publicara su obra magna, una Historia de Cataluña completa, con la voluntad de explicar las vicisitudes y derrotas del país al gran público, un Jaume Vicens Vives muy joven elogiaba el esfuerzo de síntesis de Soldevila, que definía como “un punto final y un punto de partida en la historiografía catalana”, pero al mismo tiempo llamaba a los historiadores de su generación a superar una historia que Vicens consideraba ideológica, determinada “por muchos prejuicios derivados de la historiografía de la Renaixença” y, en una palabra, nacionalista.

 

La llamada de Vicens Vives a hacer una historia con métodos “modernos” y científicos y con una temática más social y económica y menos política quedó truncada por la miseria de la primera posguerra franquista y por el flirteo del historiador gerundense con el mundo de la acción política y cívica hasta su muerte en 1960. Sin embargo, la generación de historiadores que le sucedió culminó su cuestionamiento de una historia de Cataluña romántica, esencialista y supuestamente esquemática. La idea de que pudiera haber un pueblo con una identidad particular y unas aspiraciones políticas permanentes, con una larga trayectoria de conflicto con el Estado central o incluso con España como colectividad opuesta, pasó a considerarse casi absurda.

 

El catalanismo y la historiografía anterior a Vicens Vives fueron reinterpretados y criticados como invenciones al servicio de una clase o estrato dominante (la burguesía a principios del siglo veinte, el pujolismo mesocrático a finales de siglo) -primero de la mano de Pierre Vilar, en su famoso prefacio a Cataluña en la España moderna, y luego con la tesis doctoral de Jordi Solé Tura-. Como todavía escribía José María Fradera 1990 en su colección de ensayos, Cultura nacional en una sociedad dividida, la cultura nacional catalana que emergió en la Renaixença “se había elaborado e impuesto de acuerdo con las expectativas de la clase dirigente [los empresarios textiles de las décadas de 1830 y 1840] “como” formidable factor de legitimidad de su dominio”. Para esta escuela, que podríamos llamar postromántica, el catalanismo era una pieza más, no necesariamente fundamental, dentro de toda la gama de conflictos sociales y económicos propios de una Cataluña industrial y moderna insertada en una España agraria y premoderna.

 

El problema fundamental de la historiografía catalana postromántica es que sus resultados tangibles han sido despreciables a la hora de explicar nada. En primer lugar, si realmente el catalanismo fue un invento de dominación de una clase o de un partido, ¿cómo podemos explicar su persistencia secular a pesar de los cambios económicos y sociales muy profundos de los últimos dos siglos? Apelar a la falsa conciencia de la gente (adoctrinada por una élite que reproduce e implanta sus ideas a los jefes del resto de la población) hace reír, sobre todo considerando que la generación de ideas (o al menos la producción de libros) ha estado en manos de esta generación de historiadores posrománticos desde mediados de siglo veinte.

 

En segundo lugar, si la creación de una cultura nacional era y es un instrumento para reforzar y legitimar la posición de la burguesía catalana, ¿por qué esta clase y sus agentes eligieron el catalanismo y no el liberalismo como bandera política? ¿Por qué no negaron su identidad catalana de entrada, cuando se constituía la nación española en el siglo XIX? Esta habría sido la estrategia política más racional: la renuncia a la catalanidad política y cultural les habría hecho hegemónicos en España y en Cataluña, de la misma manera que la burguesía lombarda se afirmó siempre como italiana y nunca como padana. En cambio, la insistencia catalana en ser catalanista llevó a la incomprensión y al impasse político constante. Cambó nunca pudo convencer a nadie de fuera de Cataluña que quería ser catalán y español. Maragall tuvo que aceptar que no le entendían. Chacón sólo podrá controlar el PSOE si renuncia explícitamente a todo tipo de vínculo (no folclórico) con Cataluña.

 

Finalmente, esta generación historiográfica, dominada por la pobreza del historicismo que Karl Popper ya denunció hace muchos años, ha sido incapaz de explicar la variedad de catalanismos que los catalanes han sido capaces de generar durante los últimos dos siglos -desde los programas modernizadores como el regionalismo de la Lliga y el federalismo de PSUC y PSC hasta el soberanismo de Macià y el de hoy en día-. Por todo ello, y más allá de las razones políticas coyunturales que hayan podido llevar a convocarlo, el coloquio España contra Cataluña parece una buena ocasión para hacer una renovación necesaria entre los profesionales de la historia en Cataluña.

 

http://www.ara.cat/