Por qué el castellano no debe ser oficial en la Cataluña independiente
En mayo pasado asistimos a la reanudación del debate sobre la oficialidad del castellano en nuestro futuro Estado, un debate muy vivo durante todo el 2012 y que llevaba unos meses en letargo. Unas declaraciones de Muriel Casals en el que consideraba “extraño” que dos lenguas sean oficiales en el mismo país fueron el detonante.
En este artículo describiremos y analizaremos la discusión existente sobre esta cuestión y argumentaremos por qué la lengua de Castilla no debería ser oficial en una Cataluña independiente, vinculando el tema de la lengua con uno más comprensivo, el de la relación entre la identidad o la nacionalidad y el Estado.
Catalanismo contra postcatalanisme
El 22 de enero de 2012 el diario Ara publica un artículo de Eduard Voltas titulado “La Tribu o el Estado”. En este artículo, como algo previo al debate sobre el futuro estatus del castellano, Voltas defiende repensar el catalanismo (él lo llama “la tribu”) para construir un proyecto de Estado que resuelva “la escisión identitaria” dentro de la sociedad catalana . Para hacer ésto, el articulista preconiza que la Cataluña independiente abarque también los símbolos de aquellos que no son de “la tribu” (“el que se alegra con las victorias de la roja, el que tiene el castellano como lengua de referencia primera, el que ve TVE o Telecinco”). Un mes después, el artículo recibe la bendición de un significado defensor del bilingüismo, Albert Branchadell, que alerta de un percibido peligro de quiebra de los estados con “una escisión identitaria” (plurinacionales, vaya) que reconocen una identidad titular única.
Si bien no es del todo claro, parece que tanto Voltas como Branchadell piensan más en un Estado identitario con una identidad híbrida catalano-castellana que en un Estado identitariamente neutral. En todo caso, en el debate concreto sobre la oficialidad del castellano que iniciará Voltas seis días después de la respuesta de Branchadell, ellos dos serán los principales paladines de la lengua de Quevedo, constituyendo una posición que podríamos calificar de “postcatalanista”. Así como la postmodernidad (PM), aparecida entre los 50s y 60s con el Estado del bienestar, es un conjunto de valores y actitudes que sin renegar explícitamente del materialismo de la modernidad abarca también nuevas causas, de forma no siempre del todo coherente, el postcatalanismo, sin abandonar la idea de Cataluña, la despoja de muchos de sus elementos tradicionales y le añade elementos extraños y a veces incluso contradictorios.
Hay que decir, sin embargo, que el postcatalanismo no es un invento de Voltas o de Branchadell, sino que estos dos autores son exponentes de una segunda oleada de esta corriente, iniciado por ideólogos como Jaume Vicens Vives y Jordi Pujol después de la Guerra Civil , cuando ante la magnitud de la derrota y la avalancha inmigratoria castellana abandonan el asimilacionismo tradicional y transversal del catalanismo originario y apuestan por un concepto de integración por el que la catalanidad evoluciona con las aportaciones de los inmigrantes.
Si bien lo que acaba pasando es que en la práctica se confunde el deseo de ser un solo pueblo con el hecho de serlo, a menudo por autosugestión (Pujol ya recomendaba llamar catalán a un inmigrante aunque no estuviera integrado en “La inmigración, problema y esperanza de Cataluña “, publicado en 1958), se siguen identificando unos elementos troncales de la identidad catalana, entre ellos muy especialmente la lengua.
La segunda oleada del postcatalanisme da un paso más y directamente considera el castellano y otros símbolos de la españolidad elementos o bien que se han de abrazar o directamente que ya forman parte del patrimonio cultural catalán.
Con este marco analítico es fácil comprender el artículo que Eduard Voltas publica el día 26 de febrero de 2012 en el Ara, donde concretando lo que había expuesto un mes antes y aduciendo motivos estratégicos y morales recomienda convertir el castellano en un “elemento definitorio de Cataluña” sin renunciar a “nuevas conquistas para la lengua catalana”. El artículo abre la caja de los truenos y genera una avalancha de reacciones, a menudo canalizadas por el diario Ara. Con algunas excepciones, la mayoría de respuestas en forma de artículo aceptan la propuesta de Voltas, remarcando que hay que hacerla compatible con normalizar el catalán, haciendo algo tan catalán como querer ir a misa y repicar. Es el caso de Imma Tubella, que el 4 de marzo nos propone que el catalán y el castellano sean oficiales, que el catalán tenga la consideración de lengua nacional y que la lengua vehicular sea el inglés. O el de Toni Soler, acérrimo defensor de la oficialidad del castellano porque “será siempre una lengua de Cataluña” (3 de marzo) pero también de “la plena normalización del catalán” (11 de marzo). No todas las respuestas, sin embargo, son positivas. Ante este postcatalanismo de segunda hornada podríamos situar a los defensores de un catalanismo más tradicional.
La primera negativa interesante a la oficialidad del castellano la publica el 2 de marzo en su blog personal el sociolingüista Gabriel Bibiloni, conocido especialmente por su defensa de un estándar genuino y por su rechazo de cualquier tipo de interferencia lingüística. Si bien Bibiloni parece primero converger con Voltas cuando subraya la necesidad de respetar los derechos lingüísticos de todos e incluso acepta la subvención de culturas ajenas y la preservación de la identidad de los castellanohablantes, finalmente apuesta por un Estado en el “servicio de la preservación de la identidad y la lengua nacionales” y señala la potencial conflictividad de una sociedad sin una lengua nacional suficientemente fuerte como para evitar el monolingüismo castellano de determinadas capas poblacionales.
Menos contemplativo se muestra el también lingüista Albert Pla y Nualart, que el 18 de marzo, en un artículo publicado en el Ara y titulado “El abrazo del oso”, acusa sin complacencias a Voltas y Branchadell de ignorar obstinada y sospechosamente la realidad de la sustitución lingüística. Pla señala que en una misma sociedad no pueden coexistir dos lenguas haciendo las mismas funciones y que a largo plazo la lengua fuerte tiende a hacer desaparecer la débil. También carga contra el concepto de inclusión de Voltas y Branchadell, que “compartimenta [la población] en etnias culturales” en vez de integrarla “en una comunidad lingüística”. Pla termina el artículo planteando una disyuntiva: normalizar el catalán (lo que conlleva el retroceso del castellano) o dejar que el catalán se disuelva lenta y naturalmente. Recientemente, en una discusión pública que ha mantenido con Sebastià Alzamora, que es de la opinión de Voltas y Branchadell, Pla apuntaba que haciendo del catalán una lengua común y nacional se crearía cohesión y se posibilitaría una democracia participativa real.
La inesperada alianza entre Bibiloni y Pla y Nualart (Pla defiende un catalán que Bibiloni califica de “light”) se ve complementada por la aportación de Joan Ramon Resina. Otra vez en el diario Ara, Resina publica el día 6 de marzo un artículo donde critica entre otras cosas la “coacción moral que supone para un catalán apelar al realismo y la evidencia de que el castellano se ha implantado por la fuerza en el país” para dotar de paridad al castellano. También critica la voluntad expresada por Voltas de abandonar valores como “el civismo de adoptar la lengua de la sociedad de acogida” y apela a “un tiempo en que la lengua catalanizaba”. Apunta que la lengua tiene aparejado un imaginario, y que pretender que “sobornando” a los castellanohablantes estos lo abandonarán es poco realista. Por último argumenta que la voluntad de tener un Estado catalán nace de la voluntad de preservar la cultura catalana (lo que, como ya hemos dicho, el postcatalanismo ha olvidado) y que no podemos “delega [r] en el individuo la responsabilidad de los derechos colectivos”, como, dice, hacía Pujol cuando presidía la Generalitat.
Si bien los partidos políticos catalanistas no han dedicado muchas explicaciones al asunto, tanto el presidente Mas, de CiU, como el actual jefe de la oposición, Oriol Junqueras, de ERC, se han posicionado claramente a favor de las tesis de Voltas. Mas se ha limitado a asegurar que el castellano será oficial en el futuro Estado y a calificarlo de “patrimonio querido por los catalanes”. Junqueras, en un artículo en el diario El Periódico fechado el 8 de octubre, hacía suyas las razones pragmáticas y morales expuestas por Voltas y argumentaba que la oficialidad del castellano serviría tanto para evitar conflictos y división como para respetar los derechos lingüísticos de todos.
Estado, lengua e identidad nacional
Como decíamos al principio, el debate sobre la oficialidad de las lenguas forma parte de un debate más general, el de la relación entre el Estado y la identidad nacional. Esto explica que antes de publicar su polémico artículo defendiendo la oficialidad del castellano, Eduard Voltas en publicara otro reclamando un Estado en el que pudieran convivir la identidad catalana y la castellana o española. De hecho, creemos, el de la lengua es el más importante de los debates que conforman la cuestión de la identidad del Estado.
Jaume López, en un artículo reciente en el Ara, distingue tres dimensiones que hay que diferenciar en el debate de la oficialidad y, de hecho, en todos los demás debates: la dimensión de los principios, la dimensión de los resultados y la dimensión pragmática. Jaume López argumenta que conviene no mezclar las tres dimensiones. Aquí pensamos que es imposible tratar una dimensión sin hacer referencia a las otras, sean las que López propone u otras, pues están unidas por muchos hilos entretejidos. Por ejemplo, un posicionamiento que reivindicara el valor de la justicia por encima del de la paz social sería de carácter claramente filosófico y por tanto perteneciente a la dimensión de los principios, pero sin embargo tendría repercusiones clarísimas sobre los cálculos políticos, que dependen del valor que se da a cada cosa. En esta sección nos centraremos sobre todo en los principios filosóficos de la cuestión de la identidad del Estado pero no pararemos de hacer referencia a las consecuencias de aplicarlos, que desarrollaremos en la próxima sección.
La relación entre identidad y ciudadanía, o entre identidad y comunidad política, no es, como argumentan algunos teóricos contemporaneístas (o “modernist”, como dicen los anglosajones), nueva. En el caso concreto de la lengua, ya los antiguos hebreos tendían a dividir a los pueblos por el idioma que hablaban. En el libro del Génesis, los hombres dejan de trabajar juntos en la construcción de la Torre, una metáfora del Estado, cuando dejan de entenderse entre ellos. Más recientemente, Niccolò Machiavelli reflexiona que “quando si acquista stati in una provincia disforme di lingua, di costumi e di ordini, qui sono le difficultà; e qui bisogna avere gran fortuna e grande industria a tenerli”[1] y recomiendenda hacer uso de colonias como si fueran las “cadenas” [2]. El pensador florentino, en definitiva, señala una función básica de la identidad, los lazos de fidelidad.
Por razón de que permite el intercambio de experiencias y la mutua asistencia, como el mito de la Torre de Babel muestra, la comunidad de lengua es uno de los elementos más influyentes en la conformación de la identidad. La identidad, aparte de los efectos que tiene sobre uno mismo, vincula al ser humano con algunos congéneres y no con otros. Es, al fin, un vínculo de fidelidad, un lazo moral, un sentimiento de compañerismo. Así lo entendía John Stuart Mill, que en el capítulo 16 º de su obra “Representative Government” define la nacionalidad como una serie de “common sympathies” que “make them [los hombres] co-operate with each other more willingly than with other people “. Entre las causas más importantes de la nacionalidad habría primeramente la memoria compartida, luego la lengua, la religión y la geografía, y en menor medida la ascendencia, no siendo ninguna de ellas totalmente indispensable. Dicho esto, Mill arguye que “among a people without fellow-feeling, especially if they read and speak diferente languages, the united public opinion, necessary to the working of representative government cannot exist”. Una lengua compartida, y el sentimiento de pertenencia que suele generar, pues, son condiciones necesarias para el funcionamiento adecuado de un Estado liberal-democrático, que se asienta sobre un mínimo común denominador no discutido y el reconocimiento de un demos único.
La solución que propone Mill para superar los problemas generados por la plurinacionalidad se considera hoy generalmente inmoral. El autor inglés propone que las nacionalidades pequeñas que comparten Estado con nacionalidades más grandes sean asimiladas, siempre que estas últimas sean más “civilised”. Las poblaciones en las que piensa Mill son minorías nacionales territorializadas: menciona concretamente a los bretones, a los vascos, a los galeses, a los escoceses y a los irlandeses. Actualmente en estos casos los teóricos suelen apostar o bien por la constitución de estados federales reconocidamente plurinacionales o bien por la aceptación de la secesión. Esto es así por las características concretas de estos grupos: como están territorializados pueden crear sus propias instituciones de gobierno representativo y sus propias opiniones públicas. Además, su asentamiento continuado y su vinculación con el territorio que ocupan, muchas veces anteriores a la formación del Estado al que pertenecen, son fuertes causas morales a favor de su no-asimilación.
Si bien autores como Will Kymlicka resaltan las diferencias [3], una parte nada despreciable de la academia ha querido trasplantar estos razonamientos al caso de la inmigración. Esto tiene, sin embargo, varios fallos. Por un lado, así como en los casos de las minorías nacionales el problema planteado por Mill se puede solucionar a través de mecanismos descentralizadores, en el caso de la inmigración no suele ser posible. Incluso cuando es posible (en nuestro caso se podría dar autonomía al Baix Llobregat por su elevada inmigración castellanohablante, si bien muchos castellanohablantes quedarían al margen), es de dudosa moralidad. ¿Es lícito que los habitantes originarios de un determinado territorio tengan que renunciar a que su nacionalidad sea titular en una determinada parte del mismo porque otro pueblo es mayor y su emigración se ha asentado sobre el suyo? Para superar estos dilemas, y porque la inmigración no solo se concentra en áreas con posibilidades de autogobernarse, otros teóricos apuestan por estados multiculturales. El problema aquí es otra vez, y ahora sí que sin excepciones, que no se resuelven el problema de Mill. Una identidad nacional compartida, que no es algo que se pueda crear de la nada, es necesaria para mantener la, tan mencionada en Cataluña, cohesión social, así como para dotar de legitimidad a los órganos de decisión del Estado representativo. Sin un demos aceptado por todos, los representantes lo serán de bandos étnicos confrontados. Además, sigue siendo de dudosa moralidad para con los autóctonos.
La identidad y el Estado catalán
Si bien a menudo se califica el nacionalismo etno-cultural de racial o directamente de racista, una lectura cuidadosa de sus autores de referencia lo desmiente. A menudo, reconocen el origen mezclado de las nacionalidades actuales y aceptan la adhesión de nuevos miembros. En todo esto, la lengua juega un papel muy importante. En la traducción castellana de “Reden an die deutsche Nation” de Johann Gottlieb Fichte se puede leer que “tampoco se trata del origen primero de quienes continúan hablando una lengua originaria, sinó de que esta lengua haya continuado hablándose ininterrumpidamente porque más forma la lengua a los hombres que los hombres a la lengua” [4]. El catalanismo originario tenía una visión asimilacionista similar, de manera transversal. En “La nacionalidad catalana”, Prat de la Riba, conservador, decía: “poned bajo la acción del espíritu nacional a gente extraña, gente de otras naciones y razas, y veréis como suavemente, poco a poco, va revistiéndola de ligeras pero seguidas capas de barniz nacional; va modificando las formas, los instintos, las afecciones, infunde ideas nuevas a su entendimiento y hasta llega a torcer poco o mucho sus sentimientos. Y si, en lugar de hombres hechos, le lleváis chicos recien nacidos, la asimilación será radical y perfecta “[5]. En “Nacionalismo y federalismo”, Antoni Rovira i Virgili, liberaldemócrata argumentaba similarmente, diciendo que la mejor solución era aceptar a los inmigrantes como individuos sin reconocer su nacionalidad, que podía poner en peligro la de la sociedad de acogida [6 ].
Como ya sabía Rovira, y como apuntaba Pla y Nualart en el Ara, el peligro de la sustitución (nacional o lingüística) es real. Los consejos de Voltas y Branchadell para solucionar lo que llaman “escisión identitaria” serían equivalentes a lanzar carbón al fuego. Al comienzo parece que lo apaga, pero a la larga lo que hace es alimentarlo. Las soluciones bilingües del postcatalanismo sólo funcionarían si en la práctica se mantuviera la cada vez menor segregación natural entre catalanes y castellanos (normalmente en barrios de la misma ciudad), algo nada deseable porque incentivaría y alargaría en el tiempo la conflictividad que tanto miedo da a Voltas y especialmente a Branchadell. La no sustitución de la nacionalidad / lengua débil por parte de la fuerte sólo es factible en enclaves. Cuanto más unida y fluida es una sociedad, más se tiende a la uniformidad. La naturaleza tiende a la economía, y donde una lengua puede realizar una función no hay dos. Por otra parte, la inmigración generalmente vive en las mismas ciudades que los autóctonos y por tanto la descentralización plurinacional, aparte de injusta si es dirigida a grupos alógenos, no es viable.
La concepción política dominante desde los años 50s del siglo pasado en el mundo anglosajón había sido la del Estado neutral. No multicultural, neutral. La sociedad liberal de Rawls se organiza por principios de la razón y por interés [7]. Durante los 80s y 90s esta visión se ve fuertemente contestada. Primero se señala que un Estado neutral de iure, de hecho no lo es tanto de facto. Toda sociedad liberal-democrática, con un cuerpo de ciudadanos electores con los mismos derechos, funciona mediante una lengua. Además, como ya decía Mill, no funciona bien sin un sentimiento de pertenencia compartido. En las sociedades anglosajonas, el inglés es tan hegemónico que no hay ninguna necesidad de identificarlo como oficial o titular. El Estado se puede permitir presentarse como neutral sin serlo realmente. Más tarde, se contrapone esta visión del liberalismo del Estado neutral y no perfeccionista con otra que considera el liberalismo simplemente como una forma de entender el mundo compartida por diferentes culturas de cuño cristiano y para la que la tolerancia no significa la neutralidad sino la permisividad del Estado de comportamientos que ni alienta ni encuentra correctos. Charles Taylor, que ilustra este choque de visiones del liberalismo a través de la comparación entre el Canadá anglófono y Quebec, que incentiva y protege la cultura y la lengua francesas, argumenta que un Estado liberal no debe dejar de priorizar una determinada lengua o estilo de vida, sino que simplemente debe tolerar aquellos individuos que no quieran hacerlas suyas [8].
Como hemos dicho antes, la identidad catalana está profundamente ligada a la lengua. Al margen de las diferentes teorías y de la corrección política, a nivel popular los catalanes solemos identificarnos unos a otros por la lengua. Como decía Resina en el Ara, “había un tiempo en que la lengua catalanizaba”. A su “The Basques, the Catalans and Spain”, el estudioso del nacionalismo Daniele Converse cita a Joaquim Maluquer para ilustrar como “the school children spoke Catalán among themselves and called xarnegos those who did not” [9] y señala que “the immigrants were no longer considered xarnegos as soon as their language proficiency was clearly established” [10]. Para Converse, esto demuestra cómo “the children also testified to the central importance of language in the definition of their identity” [11]. Incluso en el caso de que se pudiera, no tendría mucho sentido intentar modificar una identidad que permite la inclusión a través de la lengua cuando hemos observado que una lengua común es indispensable para el buen funcionamiento de un Estado moderno, donde la movilidad social y la horizontalidad son la norma. Pero en todo caso, la creación de una identidad artificial híbrida, tal como la plantean Voltas y Branchadell, no es en absoluto factible, la identidad no se crea en laboratorios.
Si Cataluña quiere convertirse en un solo pueblo, que no lo es, hay dos opciones: mantener la oficialidad del castellano y todos sus derechos adquiridos a través de la conquista y la inmigración y dejar que el catalán vaya desapareciendo, y con él la identidad nacional catalana, convirtiéndose en una parte de la nación española (cohesionada, eso sí), o bien hacer del catalán la única lengua oficial e incentivarla de tal manera que el castellano vaya retrocediendo y desapareciendo. Si se opta por la primera opción, que es inmoral porque atropella los derechos de una población asentada en Cataluña desde hace siglos, la independencia resulta poco interesante. Desde sus inicios, el catalanismo ha sido un movimiento encaminado a la afirmación de la identidad catalana, que, repetimos, tradicionalmente ha ido emparejada con la lengua de Ramon Llull. Si la opción es vivir como castellanos, no era necesario tanto viaje, ni hace falta irse a ninguna parte. La segunda opción conlleva la asimilación consciente en la catalanidad de una población de origen inmigrante muy elevada. Seguramente al inicio creará conflictividad, pero a la larga, si se alcanza el objetivo, ésta desaparecerá por completo. A diferencia del caso irlandés, donde se perdió la lengua pero se mantuvo una identidad no inglesa por la ascendencia compartida y la territorialidad diferenciada, en el caso catalán si la asimilación de la inmigración es un éxito difícilmente la sociedad catalana podrá dividirse de nuevo: ni el territorio de catalanohablantes y castellanohablantes es diferente ni es previsible que haya familias que conserven un recuerdo de castellanidad.
Los motivos, pues, por los que el castellano no debe ser oficial, y por los que ha de retroceder, son tres: 1) justicia con los autóctonos y su cultura y forma de vida; 2) relacionado con el anterior, preservación la lengua catalana; 3) conformación de una identidad nacional que acabe con la división entre catalanohablantes y castellanohablantes y que asegure el correcto funcionamiento de las instituciones liberal-democráticas.
El futuro Estado catalán debe ser un Estado nacional. Como propone Bibiloni, debe ser un Estado nacional consciente de serlo y que busque proteger e incentivar la identidad nacional catalana y la lengua que la nutre. Las medidas concretas para desarrollar ésto, que debería estar recogido en el documento o documentos constitucionales, pueden ser variadas. Obviamente, dando la razón a Bibiloni, se deberá respetar (o tolerar) a quien rechace la identidad del país, aunque en palabras de Resina sea un incívico. Esto, sin embargo, y especialmente por el precario estado en el que se encuentra la lengua catalana, no significa en modo subvencionar o proteger identidades rivales de la de la sociedad de acogida, lo que Bibiloni parece aceptar con resignación.
Como reflexión final, la independencia podrá satisfacer el deseo de convertirse en un solo pueblo a través de la catalanidad, pero también podría coincidir con las convulsiones finales de una nación milenaria. Depende de nosotros.
[1] Machiavelli, Niccolò (2009): Il Principe, p. 52. Milán: pillole BUR rizziole
[2] Ibid
[3] Kymlicka, Will (2002): Contemporary Political Philosophy. Nueva York: Oxford University Press
[4] Fichte, Johann Gottlieb (2002): Discursos a la nación alemana, p. 66. Madrid: Tecnos
[5] Prat de la Riba, Enric (1978): La nacionalidad catalana, p. 85. Barcelona: Ediciones 62 y “la Caixa”
[6] Rovira y Virgili, Antoni (1982): Nacionalismo y federalismo, p. 153-158 Barcelona: Edicions 62 y “la Caixa”
[7] Rawls, John (2010): Teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura Económica
[8] Taylor, Charles (1992): Multiculturalism and “The Politics of Recognition”. Princeton University Press
[9] Converse, Daniele (2000): The Basques, the Catalans and Spain. Alternative Routes to Nationalist Mobilisation, p. 209. University of Nevada Press
[10] Ibid
[11] Ibid