Nuestra historia mediterránea acompaña nuestra vocación europea, en contraste con la tirada más atlántica, africana o americana de España o Portugal. Intelectuales, artistas y científicos iban a París, pero también a Londres, Berlín, Roma, Zurich, Ginebra… Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, el Consejo Nacional Catalán reivindicó el sistema democrático, el derecho de autodeterminación de la nación catalana y… el ancho de vía europeo, en un gesto precoz de europeísmo ferroviario. Y, en pleno franquismo, a despecho de la ferocidad de la dictadura, Cataluña era el país más europeo de la península, donde la influencia europea en la cultura, el pensamiento, la arquitectura, la moral y los hábitos sociales cotidianos era más evidente. Las grandes innovaciones científicas, artísticas, humanísticas, religiosas y deportivas encontraban, aquí, la puerta de entrada peninsular. Y ya antes del ingreso de España en la entonces Comunidad Económica Europea, la Generalitat creó su propio organismo de relación con Europa: el Patronato Catalán pro Europa. Lo digo para que no haya ninguna duda sobre la identidad europea de Cataluña, su europeidad y su europeísmo. Pero es evidente que el déficit democrático de la Unión Europea en sus organismos comunes, la adopción de medidas económicas dolorosas para los sectores populares y las empresas pequeñas y medianas, así como la hegemonía decisoria centroeuropea en detrimento del sur mediterráneo, han llevado a un cierto cuestionamiento, por no decir desilusión, de las esperanzas puestas en Europa para la sociedad catalana, partiendo de un cierto europeísmo ingenuo y acrítico que nos hacía creer que la UE era la llave que abría todas las cerraduras.
Aunque Europa sea básicamente la UE, ni ésta es toda Europa, ni todos los países del viejo continente pertenecen a ella. Personalmente, preferiría de ser miembro, sobre todo por motivos digamos culturales, y tanto más, disponer del euro como moneda propia de la Cataluña independiente. Sin embargo, hay que relativizar tópicos y prejuicios extremos que se han instalado en tantas mentalidades, porque ni el simple hecho de estar en la UE resuelve todos los problemas (España, Grecia y Chipre están y algún dolor de cabeza sufren), ni es cierto que fuera de la UE no haya vida posible (Noruega, Suiza e Islandia no pertenecen y son países donde no se vive precisamente mal). Se puede ser europeo y no ser miembro de la UE, pues, y de territorios africanos o americanos como Reunión, Canarias, Ceuta, Melilla, Martinica o Guadalupe y estar dentro de la UE, mientras que lugares como las Islas Feroe o Groenlandia se mantienen fuera, a pesar de ser parte de Dinamarca, que sí es miembro de pleno derecho. Cataluña, país más grande que nueve de los 27 estados miembros, podría seguir siendo europea estando en la UE o bien quedando fuera. Porque, incluso en este último caso, estados europeos que no pertenecen a ella mantienen acuerdos especiales de colaboración en determinados ámbitos, como los han suscritos estados tan claramente africanos como Marruecos o Túnez. El europeidad, por tanto, no depende de la pertenencia o no al organismo comunitario.
En cuanto al euro, tópico con el que pretenden disuadirnos de nuestras aspiraciones soberanistas, hay diez estados de los 27 actuales que no tienen esa moneda y no pertenecen a la zona euro, como Dinamarca, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia, Reino Unido, Suecia o República Checa. Pero, a la inversa, hay estados de fuera de la UE que sí tienen el euro como moneda, como Andorra, Kosovo, Montenegro y la misma Corea del Norte en sus intercambios internacionales. Y en el espacio Schengen para la libre circulación, no están el Reino Unido o Irlanda, pero sí Estados no miembros de la UE como Islandia, Noruega o Suiza. Podemos estar, pues, en la UE, en el euro y en Schengen, en los tres lugares a la vez, en dos, a uno o en ninguno, pero lo que no vamos a dejar en ningún momento es de estar en Europa y seguir siendo europeos.