Esta Navidad nos ha traído el obsequio de un liderazgo. Lo recibimos ahora, porque hace un mes aún no había sido puesto a prueba, como es necesario que lo sean los liderazgos. Y nos lo entregan la difamación, las amenazas, la tentación de abandonar, el oportunismo de algún socio desleal, incluso la alevosía de un medio de comunicación que en cuestión de horas pasó de promover a desestabilizar su liderazgo. Sólo el liderazgo que supera un bautizo de fuego es un verdadero liderazgo. Y Mas lo ha confirmado, incinerando la ambigüedad con que condujo la campaña electoral cuando la víspera de la investidura declaró con transparencia de mañana escarchada que el objetivo de la nueva legislatura es hacer de Cataluña una nación libre entre las naciones libres del mundo. Incluso los más exigentes en materia de lenguaje (el demonio ama la polisemia) debemos reconocer que, si el presidente no ha pronunciado todavía la palabra independencia, ha pronunciado en cambio la palabra venerable de libertad. Y no de cualquier libertad sino la de la que llevará a Cataluña a la ONU y al club, más selecto aún, de las naciones que se han dotado de un régimen normativo de derechos inalienables. Atrás quedan las madames Puta y Ramoneta, las ‘demoiselles d’Avignon’ de una etapa en la que los catalanes hemos colaborado al propio anonadamiento, como si el mercadeo con la dignidad del ser fuera una virtud o un rasgo de identidad.
Liderazgo indiscutible de Mas, pero también ascenso de otro astro de primera magnitud, el de Oriol Junqueras. El camino no muestra un solo cometa, que no sería poco y ya haría su peso mitológico, sino una constelación. Esta Navidad el grueso de Cataluña supera, por primera vez en un siglo, el narcisismo de las pequeñas diferencias que desgarró el catalanismo en sus inicios. Y renunciando al sectarismo, hace buena la advertencia de Mas, que si él cae, tras él vendrán otros. No tengo ninguna duda: si el Estado degrada el estado de derecho al derecho del Estado al decisionismo puro y duro, en Cataluña saldrán líderes de debajo de las piedras.
El pacto por la consulta habría sido imposible sin la responsabilidad inducida por el electorado sobre los dos grandes partidos soberanistas. Por de pronto, porque la transversalidad del Once de Septiembre ha cerrado la herida abierta en el catalanismo por el derrumbamiento de la Solidaridad hace poco más de un siglo. Tiene razón el PP de tildar el nuevo escenario de pacto contra natura. La colaboración entre humanos, piedra angular de la civilización, es artificial, como lo son las convenciones en las que apoyan la sociedad y la vida política. Las hormigas también colaboran, y los lobos, pero dentro de unos límites prescritos por el instinto. Sólo la colaboración humana es creativa y se especializa en función de la necesidad. Tanteando y accediendo al compromiso, los dos partidos amos de la política catalana han abandonado la condición natural de guerra de todos contra todos, que el Estado atiza como árbitro interesado de los rencores internos. Para escapar a esta condición de fractura interna que nos mantiene paralizados, hace falta una confianza que el Estado hará todo lo posible por destruir. Compromiso viene de co-prometer, prometer conjuntamente. En la práctica ésto se cumple avanzando en la convicción de que las promesas se verificarán.
El pacto es la esencia de la política y el corazón de la democracia. Esto no quiere decir que cualquier pacto sea democrático o políticamente acertado. Quiere decir que el pactismo, que en Cataluña ha sido muchas veces una óptica equivocada, pues hay pactos abyectos de los cuales se sale moralmente debilitado, es el secreto de nuestra fortaleza política. Lo demuestra el pánico que ha apresado al Estado a raíz del pacto virtuoso y, por tanto, nada natural, entre las dos fuerzas troncales del catalanismo. Negarse a pactar para no comprometer la ortodoxia de los principios es una receta de irrelevancia y garantiza la eventual disolución del sectario, pues la pureza actúa como un ácido sobre el sentido de realidad. La secta nace y vive del maniqueísmo: el mundo -el establishment, el capital, el gobierno, la mayoría en fin- es corrupto mientras que el sectario posee el secreto de la regeneración y conoce la fecha en que el cielo y la Tierra pasarán. La crisis anuncia el fin de los tiempos; en vano nos gustaría contenerla racionalmente, por ejemplo, equilibrando la contención del gasto y el estímulo a la inversión. El sectario la abraza místicamente, la mece con un hechizo de llantos que hacen llover los votos como almas segadas por los recortes. Y no pacta, porque entenderse con la corrupción vale tanto como corromper los valores que él monopoliza.
El regalo de esta Navidad es un pacto que habrá ensanchar, no a las sectas inasequibles sino a las secciones del arco parlamentario capaces de colaboración negociada, con el país como límite inclusivo y exclusivo de la política parlamentaria -que quiere decir, exactamente, política de diálogo y responsabilidad de entendimiento.