A raíz del acuerdo entre CiU y ERC se habla de “liderazgo compartido”. No digo que no sea posible, pero será enormemente difícil de aplicar. Por dos razones. Primera: los republicanos han decidido quedarse fuera del Govern para ser, a la vez, el socio preferente de Mas y el primer grupo de la oposición, un doble papel que creará más contradicciones de lo que parece; como dice el profesor Castiñeira, “si apelas al liderazgo compartido, no puedes quedar fuera y sólo influir”. Segunda: el día a día de un Govern puesto en una situación tan excepcional exigirá una toma de decisiones vertiginosa, que cuadra poco con una mecánica de coordinación entre socios forzosamente más lenta y deliberativa.
No comparto la idea -asumida por muchos- de que los electores catalanes, el 25-N, votaron para forjar expresamente un liderazgo compartido. Es una conclusión que intenta hacer una sobreinterpretación demasiado redonda de los resultados de las urnas. Me baso en que muchísimos votantes de ERC esperaban que Mas hiciera un resultado mucho mejor (y gobernara sin necesidad de pactos para el día a día) del que obtuvo finalmente. Lo que sí influyó de manera sustancial en la elección fue un prejuicio muy arraigado: el candidato de CiU no sería de fiar como conductor de un proceso independentista, habrá que ponerle un vigilante acreditado. Pienso que este factor pesó mucho en el público que dudaba entre Mas y Junqueras, más que los tonos mesiánicos de la campaña (que advertimos que era errónea) o que ciertas intervenciones de Duran. El papel que hace Junqueras es el de liebre de Mas, como indica la necesidad de ERC de poner fecha al referéndum. Eso no es exactamente coliderazgo.
No hay que darle más vueltas: si este es un liderazgo compartido de verdad, habrá responsabilidad compartida y, por lo tanto, Junqueras no se salvará de las críticas contra quien toma decisiones. Pronto lo sabremos. Son las acciones las que acreditan las palabras, no al revés. La responsabilidad y el riesgo definen la función del gobernante. Junqueras quiere ser líder sin gobernar pero apoyando a quien gobierna, como si fuera posible comerse sólo la carne del plato y no los huesos. ¿Se puede liderar un nuevo horizonte nacional sin hundirse en el barro de la crisis?
Catalunya es un país raro donde queremos y no queremos líderes, porque no acabamos de entender qué carajo es el poder, algo que en Madrid saben perfectamente. Son trescientos años de trabajar mientras otros hacen de funcionario. Por eso gusta tanto Guardiola, que hace la guerra sin que lo parezca. Pero la complejidad de la política -y menos ahora y aquí- tiene poco que ver con el fútbol. Así las cosas, no es extraño que, después del viernes, David Fernández, de la CUP, sea el líder emergente de la Catalunya ideal, que -si hacemos caso de Twitter- arrasaría en unos comicios presidenciales.