Una atención mediática inusual; extraordinaria; global. No era sólo un debate de política general, en un Parlamento cualquiera, cerrando una legislatura marcada por la crisis económica. Se hablaba de soberanía.
Se acabó la etapa histórica del autonomismo y del encaje subordinado de Catalunya en España en las condiciones fijadas por el Estado. Las reacciones de los partidos políticos y medios de comunicación de Madrid han coincidido en una concepción de fondo según la cual existe un único sujeto de soberanía: el pueblo español. Una única nación: la española. Y una única legalidad de referencia que es la que establece los principios anteriores. De acuerdo con esta concepción, la legalidad española es y será, para siempre, el techo y el muro que la voluntad del pueblo catalán nunca podrá traspasar. Según la visión expuesta desde la capital del Estado, cualquier decisión catalana deberá ser validada y determinada por el conjunto de España y los poderes y la legalidad que de ella emanan. La legalidad española es enarbolada para decretar su particular fin de la historia. España o Cataluña ya no serían (son) procesos históricos abiertos y en constante evolución, sino que su condición ya se habría convertido en definitiva hace mucho tiempo: España, una “unidad de destino”, ratificada por la Constitución, y Cataluña, “una quimera”. En lo sustancial, el desenlace del 1714 y del 1939 se convierte en definitivo; eterno. Y ningún episodio posterior -por democrático que se pretenda- debe poder alterar el sentido. Los ganadores han decidido que ganaron para siempre. Cualquier mutación, dicen, “rompe España” y “divide Cataluña”. La democracia empieza y termina en el perímetro de este tipo de legalidad genuinamente virtuosa, que no rompe ni divide nada, que no coloniza ni esclaviza o discrimina. Es sólo cuando alguien quiere recurrir a la democracia auténtica e invitar a la gente a decidir sobre su futuro, cuando comienzan los problemas graves. ¿A dónde iremos a parar? ¡Utilizar la democracia por si la voluntad popular quiere fundar una nueva legitimidad y, si es necesario, una nueva legalidad! ¡Y en Catalunya! Qué se han creído?
Esta es la raíz de las advertencias que se nos formulan. “El gobierno español actuará con firmeza ante la convocatoria de un referéndum”, o bien “El gobierno español dispone de instrumentos para hacer cumplir la legalidad y, si es necesario, los usará”. No hemos oído ninguna apelación a la democracia. Ninguna. ¿Qué desafío se ha producido? ¿Qué fechoría se imputa a la mayoría cívica y política de Cataluña? Pues que quieren hacer efectivo el ejercicio democrático de consultar al pueblo de Cataluña sobre cuál debe ser su propio futuro. ¿Democráticamente? Sí, claro. ¿Discriminando o amenazando? No, por supuesto. ¿Presionando con violencia o limitando la libertad? De ninguna manera. ¿Qué problema hay, pues? Que el pueblo catalán, según la legalidad española vigente, no puede hacer legalmente lo que le corresponde democráticamente. La mayoría del Parlamento de Cataluña, con algunas abstenciones incomprensibles y la negativa del bloque fundamentalista español, ha acordado que la próxima legislatura tendrá que preguntar al pueblo de Cataluña qué tipo de estatus político quiere en el seno de la Unión Europea. Una consulta democrática con todas las garantías. Desde el Estado, la respuesta ya ha sido contraponer su legalidad a la propuesta democrática catalana para obstruirla, dificultarla y amenazarla. ¿Con qué escrúpulo o qué objetivo democrático? Sin ninguno. No hay ningún otro objetivo en su actitud que no sea emplear la legalidad contra la democracia. Su legalidad contra la nuestra democracia.
Emanciparse, en general, es una opción de cada uno. Respetando contratos y compromisos adquiridos, si no se hace contra nadie, a nadie hay que pedir permiso. En un entorno familiar cualquiera, en condiciones normales, la decisión de emprender una vida por cuenta propia, simplemente se comparte, se comunica y se ejecuta. No es necesaria una asamblea que lo autorice. Es una cuestión de libre determinación, de libertad personal. Que la mayoría de grupos humanos no hayan podido debatir o decidir nunca qué clase de sujetos colectivos querrían constituir es una prueba de que la violencia ha pesado más que la democracia en la configuración de las unidades políticas, económicas o culturales. A pesar de la falta de poder institucional realmente homologable, desde el 1714, la persistencia de la nación catalana y sus tímidas y esporádicas expresiones han incomodado siempre un Estado español edificado sobre la supremacía militar y entorno a la monarquía borbónica. Esto ayuda a entender la larga tradición de políticas intimidatorias: las que procuraban la disolución del patrimonio cultural y sentimental de la nación, o las que administraban las amenazas y la violencia. De hecho, aunque una parte de la dimisión histórica de las clases acomodadas del país la podemos atribuir a los indudables atractivos y beneficios de guarecerse en la Corte, no podemos menospreciar el efecto atemorizante de cada alarido de los poderes políticos o militares. Pero ahora hay una nueva mayoría que quiere legitimar democráticamente sus aspiraciones. Si es necesario, contra la legalidad vigente para transformarla en un sentido democrático. También la abolición de la esclavitud, el sufragio universal o los derechos civiles lo requirieron. También Gandhi, Macià, M. Luther King y Mandela lo tuvieron que hacer. Si la democracia catalana no cabe dentro de la legalidad española, construiremos una nueva legalidad.