En Zangoza, la ciudad fronteriza con Aragón, capital de la Merindad, con asiento en las Cortes por el brazo de las Universidades, en el Palacio de los Sebastianes, propiedad de ricos comerciantes y prestamistas de la corona navarra, edificio que sigue en pie, permanecían alojados Catalina de Foix, reina propietaria de Navarra, y su consorte Juan de Albret. Era el mes de abril de 1503. En el lapso de una semana sucedieron dos eventos importantes para la monarquía y la vida privada de los reyes: el 17 muere el heredero Andrés Febo, Príncipe de Viana, de un año, seis meses y tres días de edad, a causa de unas fiebres malignas. Fue llevado a enterrar al Monasterio de San Salvador de Leire, junto a sus antepasados.
Catalina no lo acompañó a su última morada: estaba en vísperas de dar a luz y lo hace, el día 25, a otro varón. El nombre Enrique se le impone al recién nacido porque dos peregrinos germanos de la Rúa, Enrique y Adán, presenciaron el acontecimiento y apadrinaron al infante. Se le otorgaron, junto al nombre peregrino, los títulos de heredero de la Corona de Navarra, Príncipe de Viana, Copríncipe de Andorra, Conde Foix, Perigord, Bigorre, Albret y Vizconde de Beran, Tursan, Gabardan, Tartas, Limoges.
Enrique hubo de luchar para mantener sus nombramientos. Sorteó los peligros de las enfermedades infantiles, temibles en su tiempo, tales como las fiebres que acabaron con la vida de su hermano. Presenció, adolescente, la pérdida, por las fuerzas de las armas y la perfidia de Fernando de Aragón, del territorio sur del reino y su capital, Pamplona, la del alma vascona. Emprendió aquel caluroso mes de julio de 1512, un exilio, en el que muere, por un golpe de calor, su hermano menor. A la muerte de su madre Catalina, en 1517, como rey tutelar, le toca negociar, sin éxito, con Carlos de España, la devolución de su reino. En 1521 tomó las armas para defender lo que le hurtaron a Navarra, por las mismas, en 1512. No salió victorioso del trance. A su muerte, el 25 de mayo de 1555, le sucedió su hija Juana, fruto de su matrimonio con Margarita de Angulema, hermana del rey de Francia. Estos últimos reyes jamás dejaron de protestar que Navarra era un todo, en su territorio sur y norte. Llano y montañoso. Un reino atropellado en su soberanía.
Interrumpo el recuento histórico y me detengo en Catalina, la reina y mujer, en aquel abril desapacible de 1503, lluvioso y tormentoso, con peligro de inundaciones del río Aragón, a causa del deshielo. Y la reina contemplando al niño muerto, mientras su vientre se disponía a la llegada del niño nuevo. Quizá en su parto tuvo la alegría de un rayo de sol sobre las flores de los rosales y ciruelos silvestres del entorno, rebajándole la penosa sensación del luto. Quizá también tuvo, ese mínimo momento de calor y belleza que imaginamos, la cualidad de disminuirle otro dolor no menos lacerante: el de su hija Magdalena, rehén en Sevilla del rey Fernando, para desposarla con su hijo Juan, y que habría de morir en ese destierro del amor materno, pocos años después.