En los 18 años que duró la Guerra de Navarra, los ocupantes combinaron los más crueles castigos, reservados a los legitimistas, con una política de perdones selectivos destinada a aquellos que aceptaran el dominio español. Se pretendía así dividir a los navarros y debilitar su espíritu de lucha. Tal vez el más famoso de estos perdones fue el otorgado tras la derrota de Noáin y la toma de Amaiur. De esta amnistía fueron excluidos un total de 152 navarros que se habían opuesto de manera tenaz a la conquista. Allí figuraban líderes como el hijo del mariscal Pedro, los hermanos y primos de San Francisco Javier (Miguel de Jaso, Johan de Azpilkueta y Valentín de Jaso), mujeres como la señora de Ablitas o la viuda del capitán Juanikote, y también algunos beaumonteses poco proclives al nuevo régimen, como Tristán de Beaumont, Arnaut de Ozta o Johan de Lasaga. Hasta se incluían difuntos como Carlos de Mauleón (muerto en Noáin), Johan Remíriz de Baquedano (muerto en la batalla de Monte Aldabe) o el señor de Olloki, caído en los campos de batalla italianos. Ni siquiera a los muertos se dio tregua.
Muchos de estos proscritos se encerraron, junto a sus aliados franceses, en la villa guipuzcoana de Hondarribia, asediada por las tropas de Carlos I de España. Después de tres años de asedio, el 24 de febrero de 1524, el emperador les ofreció un perdón, prometiéndoles la restitución de sus cargos y bienes a cambio de una rendición que, más tarde o más temprano, era inevitable. Tres días después, los franceses abandonaban Hondarribia, quedando dentro solo los navarros, que no entregarían la plaza hasta el 29 de abril. Por desgracia, el tiempo demostraría que el perdón había sido en realidad una patraña para librarse de ellos, como sagazmente ha demostrado Pedro Esarte, castigándolos mediante un exilio disfrazado de amnistía. El hijo del Mariscal fue desterrado a Toledo; Juan Bélaz, hermano del alcaide de Amaiur, fue enviado como corregidor a Ávila; Miguel de Xabier y León de Garro fueron enviados a Aragón, y parecido destino tuvieron otros como León de Ezpeleta, Víctor de Mauleón o el roncalés Petri Sanz. Muchos de ellos, desde el exilio, recordarían las palabras que les había dirigido el heraldo español en Hondarribia cuando, al conminarles a la rendición, les aseguró que “está decretado vuestro aniquilamiento”. Y pensarían que el emperador, de un modo u otro, cumplía siempre sus amenazas.
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