En cuestiones de identidad nacional, hay tres tipos de opiniones.
En primer lugar, está la posición de los auto-llamados “ciudadanos”, que niegan toda legitimidad al concepto de identidad nacional en nombre de valores universales y de la igualdad absoluta del individuo. Todos sabemos que hacen trampa. Sus valores siempre acaban siendo los que fija el status quo: una constitución que gobierna un territorio de fronteras arbitrarias, definidas en función de valores utilitarios y determinadas por la fuerza de las armas. Todos deberíamos saber que su posición se fundamenta, además, en la absoluta ignorancia de los hechos históricos. Es cierto que, al principio de la Revolución Francesa, algunos de sus líderes defendieron la idea de reconstituir el concepto de Francia y los franceses como una república de ciudadanos universales desde Lisboa hasta Moscú (por supuesto, gobernados desde París) – una especie de Unión Europea “avant-la-lettre”. La propuesta, sin embargo, no duró mucho: cuando las tropas extranjeras invadieron Francia hacia el 1793, la movilización del país y la victoria de Valmy sólo fue posible cuando esa “troupe” de políticos e intelectuales franceses avanzados y volterianos abrazó el delirio patriótico galo (Juana de Arco incluida) y aceptó que los auténticos ciudadanos son aquellos que crecen encuadernados en su comunidad política concreta (de origen o de adopción).
En segundo lugar, está la posición que acepta que la pertenencia a una comunidad nacional es un hecho humano natural, que hay vínculos con el entorno humano y geográfico, visibles e invisibles, que conforman la persona humana de forma inevitable. De hecho, esta posición, cuando se libera de ciertos prejuicios muy habituales hoy en día, entiende que, sin identidad nacional activa, sin patriotismo, los países no funcionan. Sólo cuando los hombres sienten una cierta pasión (y un cierto dolor) por las cosas públicas, éstas pueden llegar a funcionar bien. ¿Qué es un país sin virtud patriótica, sin algún tipo de deber civil hacia la ciudad o república propia, sin el tirón interior que fuerza a dedicar algún tiempo a las cosas de todos? Nada, un conjunto de seres débiles, con la tendencia más extraordinaria hacia la disgregación, el pasotismo y, en definitiva, el provincianismo más triste.
Esta posición, que reconoce la existencia, las posibilidades e, incluso, la necesidad de la identidad nacional, es, sin duda, mucho más realista, mucho más aceptable, desde un punto de vista estrictamente empírico, y también mucho más útil para hacer países que funcionen que la primera posición que defienden los ciudadanos de ideología descolorida. A veces, sin embargo, pienso que se queda corta. Se queda corta porque trata todas las identidades nacionales por igual, sin querer hacer ningún juicio de valor.
Ahora bien, ¿son todas las identidades nacionales iguales? ¿Podemos aceptar todas sus justificaciones, su defensa de lo que es patria, su relación con las otras comunidades nacionales simplemente por ser una identidad nacional más? Hace unos días tuve la oportunidad de ver ‘The Debt’ (‘La deuda’). En medio de esta película extraordinaria se produce un diálogo estremecedor (de hecho, un monólogo si consideramos sólo la parte verbal) entre el médico nazi secuestrado por el Mossad y uno de los agentes de la agencia de espionaje israelí. El primero, sumergido en el resentimiento de la derrota alemana de 1918 (y 1945), utiliza todo el lenguaje de la dominación para exasperar y humillar al segundo: le recuerda la falta de resistencia del pueblo judío durante el Holocausto, su disolución en un conjunto de átomos individuales, incapaces de coordinarse, la ausencia de una masa crítica de héroes dispuestos a inmolarse por su pueblo y, en definitiva, su co-participación con sus verdugos en aquel sacrificio inenarrable.
En una palabra, contra lo que algunas almas llenas de buena voluntad defienden en nombre de la neutralidad normativa, hay identidades nacionales envenenadas, construidas sobre la mentira y sobre el resentimiento, y, por tanto, indignas y necesitadas de reforma. Por ello, los alemanes han inventado, de la mano de Habermas, el concepto de “patriotismo constitucional”. Un patriotismo, sin embargo, que no tiene nada que ver con el concepto de los ciudadanos revolucionarios del año 1789 porque no pretende, en ningún caso, rehacer el mundo bajo un solo Estado. La propuesta habermasiana fue simplemente un concepto elaborado para reconciliar a los alemanes con la posibilidad de seguir siendo alemanes.
Muchos españoles aún no lo han entendido. No ha habido ningún esfuerzo para ajustar cuentas con el pasado, para pedir, públicamente, perdón por los crímenes horrorosos que se cometieron no hace mucho (entre izquierdas y derechas y, sobre todo, del centro hacia su periferia). La utilización del patriotismo constitucional en España es, entonces, un hecho absolutamente trágico, la consagración de una mentira. En Alemania el concepto nació de un acto de contrición. En España lo utilizan para esconder la imposibilidad de arrepentimiento. Por ello, el discurso de los medios públicos españoles da asco. Al resentimiento por todas los fracasos históricos de aquella entidad que fue un imperio, se añade la necesidad de encontrar y rematar al extranjero, al otro, al chivo expiatorio. ¿Cómo hay que entender si no las declaraciones y actitudes, de colores propios del último Goya, que escuchamos en ‘Spain’ s Secret Conflict ‘ , un documental de una fuerza cortante sobre el problema Cataluña-España?
http://www.elsingulardigital.cat/cat/notices/2011/09/identitats_asimetriques_74575.php