PALESTINA ha solicitado en la ONU el reconocimiento de su entidad como Estado porque quiere ser reconocida como una nación con derecho a decidir, con sus fronteras, sus leyes y su autogobierno. Ya no pretenden reclamar el territorio original ni las fronteras que la ONU estableció en 1948, ni siquiera los territorios perdidos en la guerra de 1967. Ahora se conforman con las fronteras establecidas en esa guerra, la franja de Gaza y Cisjordania mutiladas. En su búsqueda de la paz están dispuestos a reconocer el Estado de Israel, y a que se queden los colonos que les usurparon los mejores campos, siempre que acepten sus leyes. Tampoco enarbolan aquella consigna diplomática tan justa de paz por territorios porque ya no piden justicia, sino sobrevivir como pueblo. Piden paz y el reconocimiento legal de Israel para acabar con su confrontación finisecular.
Pero nunca entenderán que se haya constituido una nación en su territorio, no porque el pueblo judío viva donde ha vivido desde que dejó de ser un pueblo nómada, sino porque sus leyes religiosas impiden la igualdad de derechos. Hasta la fecha Estados Unidos ha ido logrando que se veten las resoluciones más duras de las debatidas en la ONU contra Israel, lo que le ha permitido mantener los territorios ocupados, crear asentamientos nuevos todos los años en terreno colonizado, y mantener una amenaza nuclear. Algunas resoluciones han pasado el filtro y fueron aprobadas, pero no así las condenas por su incumplimiento, lo que ha convertido a Israel en un Estado con patente de corso que le permite incumplir impunemente las resoluciones del organismo internacional o mantener armamento nuclear.
Sé que tenemos nuestros propios problemas, que nos enfrascan en la crisis financiera mundial, que nos sobrecoge las noticias del terrorismo silente de la indiferencia egoísta que mata a cientos de miles de niños en el cuerno de África de hambre civilizada, en expresión de Mario Benedetti; y que nos queda poco sitio para solidarizarnos con los derechos de los pueblos, en este caso con una guerra que ha resultado de piedras contra tanques, con seres humanos, personas como nosotros mismos, con todos los derechos, sojuzgados por los efectos de la prepotencia y los egoísmos internacionales.
El pueblo judío sufrió un holocausto que no merecía y había que compensarlo, admirados por su capacidad de reinventarse como pueblo. Pero en sus entrañas, un nuevo genocidio ha surgido con nuevas tácticas de exterminio con igual odio y objetivos, a costa de otro pueblo, el palestino, que no había participado en el agravio. Ni siquiera pudieron los palestinos asentarse en la actual Jordania por la prepotencia del imperio británico. Ha llegado el momento, pues, de solucionar este contencioso con raíces milenarias. Y si Palestina e Israel han olvidado su origen común -ambos pueblos son semitas, es decir, sus lenguas tienen un origen común y existen paralelismos en sus religiones-, al menos que cada uno tenga su propio Estado. La comunidad internacional, la ONU, no puede fallar una vez más, debe dictaminar con la mayor firmeza e incluso exigir que el muro del oprobio que se está construyendo en tierras palestinas para encarcelar a sus habitantes sea derribado.
Como dice Amos Oz, escritor israelí comprometido con la reivindicación de los derechos palestinos, este conflicto se puede resumir trágicamente como el choque de los derechos de unos y los de los otros, y nos lanza a los europeos el reto de “derribar los muros psicológicos, mucho más peligrosos que los físicos, que son fáciles de construir y también de derrumbar”. Sino podemos resolver tantos conflictos y tragedias, al menos esforcémonos por mantener viva la higiene ética ante los mismos, ya que corremos el peligro de que la sociedad acrítica que estamos construyendo, nos aboque a una profunda deshumanización.