A lo largo de sus 34 años de actividad, el Estado de derecho no ha expresado nunca el deseo de crear una política pública de reparación y memoria. Lo que ha establecido son medidas reparativas para colectivos concretos de afectados, y lo ha hecho con criterios y actitudes semejantes a las que se establecen con las víctimas causadas por algún desastre natural provocado por aguas, vientos, fuegos o simas abiertas de repente, pero no con los criterios y las actitudes que precisan la sociedad y los afectados por un proyecto institucional de persecución y voluntad de liquidación del adversario, e incluso del desafecto. A la ejecución de un proyecto institucional de este tipo se le llama también “terror de Estado”, y no es lo mismo que un vendaval, aunque ambos produzcan destrozos, horrores y muertes.
El núcleo del problema que generó esa actitud es sencillo de entender. Las estructuras administrativas no aceptaban lo evidente: que la naturaleza del daño causado era política. En consecuencia, jamás plantearon un tratamiento político, ni de la realidad represiva que había perturbado al conjunto de la sociedad, ni de la necesidad de duelo y reparación, ni de la democratización de la memoria pública, que el Estado usó y trató como territorio acotado, propio y exclusivo, en el que bien pronto edificó y consolidó una memoria administrativa, cordial, comprensiva y equitativa. Esta memoria se instituyó, con todos los medios a su disposición, como la “buena memoria” del ciudadano decente y correcto.
Para ello usó efectos distintos, por ejemplo, recurrió a las diferentes formas de metáforas públicas –símbolos, conmemoraciones, leyes, monumentos, premios, condecoraciones, imágenes, discursos, museos o espacios habilitados– y estableció una simetría ética entre dictadura y democracia, expulsando la política a las afueras de la historia. El resultado de esta práctica ha sido el establecimiento de la impunidad equitativa. Se trata de una conducta que, aun reconociendo la existencia de responsabilidades, elude deliberada y pragmáticamente asumir las dimensiones éticas y psicológicas de las responsabilidades políticas. No hay que entrar en el conflicto; el conflicto hay que darlo por superado sin más, con duelo o sin él. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero condensó maravillosamente bien ese criterio cuando en 2008 afirmó en el Congreso: “Recordemos a las víctimas, permitamos que recuperen sus derechos, que no han tenido, y arrojemos al olvido a aquellos que promovieron esa tragedia en nuestro país. Esa será la mejor lección. Y hagámoslo unidos”. Aparecen las víctimas, a las que todo se debe dar porque su dolor no ha tenido derechos. Aparecen los responsables de la tragedia, pero con la encomienda de que les olvidemos, evaporándolos así del espacio público, con lo que resulta difícil saber por qué algún día hubo víctimas sin derechos. Quién las hizo, por qué las hizo, dónde las hizo.
Esa ocultación ha situado –y sitúa– en la oscuridad las reales y fuertes resistencias de muchos ciudadanos al establecimiento de la democracia. Se trataba de una ciudadanía afecta a la dictadura, que en los años de cambio percibió la posible democracia como el ocaso y desplome de sus valores y de su identidad, sostenidos en un relato que identificaba cualquier cambio, cualquier conflicto, con una situación de emergencia social y, por consiguiente, reclamaba las actuaciones necesarias para evitar la consolidación de la democracia. Y entre esos conflictos se hallaba, al fin y al cabo, la imagen del pasado, el control de la memoria pública. ¿Qué eran ellos, sus vidas y sus anhelos, si todo aquello por lo que habían luchado y en lo que habían creído, todo aquello que habían hecho, la Victoria que habían obtenido 40 años atrás y que tantos beneficios les trajo, era ahora condenable? ¿Qué sucedía si los honores recibidos en forma de concesiones para gasolineras, estancos de tabaco, condecoraciones o méritos de cualquier tipo, eran ahora percibidos y explicados tan sólo como privilegios que la ética de la nueva sociedad debía rechazar? ¿Cómo podían aceptar que su vida y acción había transcurrido en el lado indecente de la historia? De repente, Abel mutaba en Caín. El mundo al revés es difícil de soportar. La abundante literatura histórica neofranquista (también llamada revisionista de manera inadecuada), que apareció en la segunda mitad de los años noventa, tenía como finalidad devolver dignidad, identidad y argumento a quienes, al fin y al cabo, veían que sus conductas eran cuestionadas y desdeñadas por la consolidación de la democracia.
La fuerte tensión creada por ese núcleo de ciudadanía, y su vinculación con grupos de presión poderosos que habían controlado algunas actuaciones de las fuerzas de seguridad del Estado durante la dictadura, la Transición y los primeros años del Estado de Derecho, contribuyó al establecimiento de la impunidad equitativa que ha guiado a los sucesivos gobiernos democráticos. Estos dejaron sin respuesta cualquier pregunta sobre los valores que han sedimentado las instituciones democráticas y evitaban indicar dónde se hallaba la frontera entre las culturas democráticas y la dictadura. Esta negativa del Estado y sus administradores a marcar la diferencia ha impedido que el pasado acabase de pasar, ha instaurado un vacío ético y ha generado reclamos de todo tipo, creando más conflictos de los que parecerían necesarios o razonables.