Con motivo del siglo y medio de la unidad de Italia, el país entero, las instituciones, la prensa, los políticos de toda raza y especie, y el público en general, ya hace meses que practican un tipo de contemplación nerviosa de la propia cara nacional, y los resultados no son nada agradables, al parecer. Como si el mito fundador de la nación (o del Estado común, para ser más exactos), el Risorgimento, las maniobras del conde de Cavour desde Turín, las batallas más útiles que gloriosas, Garibaldi, el rey Vittorio Emmanuele, los movimientos populares y el aprovechamiento político, y el resultado final de la unificación, hubieran perdido en gran medida la capacidad de aglutinar imágenes, relatos y sentimientos en una forma actualizada de orgullo nacional, o al menos de la satisfacción común imprescindible para el funcionamiento normal de cualquier país o sociedad. A lo largo de un siglo y medio, una generación tras otra han sido educadas en el culto a la unidad nacional, convertida en el mármol blanco de aquel horrible y enorme monumento-pastel que plantaron en Roma junto al Capitolio, una ofensa a la vista y al gusto. Pero convertida también, esa unidad de la que ahora celebran (o tendrían que celebrar) con alegría el jubileo y la fiesta, en un fundamento ideológico y moral de la Italia contemporánea. Es imposible, pues, imaginar una península italiana dividida en pequeños estados (la mayor parte claramente tiránicos), reinos, ducados y principados, con los estados de la Iglesia en el centro, y con gran parte del norte ocupado por el imperio austriaco. Y los patriotas románticos como Mazzini o de Azeglio, los políticos del Reino del Piamonte, los carbonari republicanos, el buen pueblo que se emocionaba con las óperas de Verdi, y decía su nombre como acrónimo (VERDI: “Vittorio Emmanuele Re De Italia”), los voluntarios garibaldins que desembarcaron en Sicilia en tiempos del Gattopardo, mal podían imaginar tampoco que un siglo y medio más tarde su empresa sería tan discutida como celebrada, y que una parte de los italianos les mirarían incluso con suspicacia. Mal podían imaginar que justamente en las regiones de donde surgió el empujón político, militar y económico de la construcción de una Italia unida, precisamente allá se pondrían en entredicho los beneficios y el contenido de la unidad, y que una sólida fuerza política (la Lega Norte) se burlaría públicamente, renegaría de la misma Italia que crearon, y se inventaría una hipotética nación, la Padania, con el nombre del valle del río Po. El norte, pues, avanzó hacia el centro de la península, avanzó hacia el sur, y nació Italia. Ahora una parte muy importante de la gente del norte, con toda una ideología que se extiende, reniega de todo aquello, y niega con sarcasmo hasta la propia condición de italianos.
Y, al mismo tiempo, uno de los diarios más importantes del país propone a sus lectores una votación sobre cuáles son las palabras, la expresión o el concepto que reflejan más exactamente esta condición. Y da a elegir entre palabras o cualidades como estas: hipocresía y astuta equidistancia, verbosidad, sentimentalismo azucarado, teatralidad y gesticulación immoderada, temperamento alegre y bufonesco, indolencia perezosa, falta de fuste y escasa aptitud para las empresas militares, inclinación a la adulación y a la obediencia, individualismo refractario al bien público. No hay que decir que se trata de un catálogo de los vicios de que son acusados los italianos, o se acusan ellos mismos, y que todavía se podría completar con una tipología detallada: familistas, provincianos y campanillistas (es decir, que sólo miran a su pueblo y rincón), arribistas, oportunistas, embusteros, liantes, ávidos y calculadores, vengativos y rencorosos, supersticiosos y meapilas, materialistas, inconscientes, irresolutos, gatopardescos o retrógrados, incumplidores o maltrabajas, degenerados o inmorales, mafiosos o corruptos, campeones del clientelismo, etcétera. Además de grandes comedores de pizza y de pasta cocida, maestros en seducción, vendedores de souvenirs, tocadores de mandolina… y una nación entera de fieles a los mitos, compuesta de buenos cristianos y de buena gente. Cómo que todo esto lo dice un diario serio y progresista, romano y partidario firme de la unidad, yo, desde aquí, y con todas las consideraciones previas del caso, no sé qué puedo añadir. Por cierto, no sé si hay ninguna votación en marcha sobre las posibles virtudes de los italianos. Porque la ironía es buena, pero sólo hasta un cierto punto.