El proceso de consultas populares sobre la independencia de Catalunya ha llegado a su culminación en Barcelona, tras más de quinientas votaciones desde el 2009 en todos los confines de la geografía catalana. La participación de más del 21% del censo electoral de la ciudad de Barcelona, con un 91% de apoyo a la independencia entre los votantes, es un hecho notable cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre el fondo del tema. Si a ello añadimos los resultados de una encuesta que muestra que el 34% de los catalanes apoya la independencia, frente al 30% que se opone, resulta que el independentismo no es un fenómeno marginal que se pueda despachar con gestos despectivos o amenazas veladas.
Frente a una pregunta tan decisiva para el futuro de Catalunya y España, además del 34% de independentistas, hay otro 36% que no se moja. Si hubiera una encuesta para todo el territorio español, es fácil predecir que la oposición activa a la independencia catalana sería abrumadora. Es esa ola de fondo de soberanismo popular entre la gente de Catalunya y sobre todo entre la juventud, que es el futuro del país, la que ha movido el piso de la clase política. La mayoría de la coalición gobernante se define ahora claramente por el derecho a decidir, a pesar de las advertencias de Duran Lleida. A ello se une la consolidación de un sector independentista sin ambages, apenas contrarrestado por un aumento del españolismo, la acentuación del catalanismo de ICV y las crecientes tensiones en el PSC entre socialismo español y socialismo catalán. En la raíz de esa marejada que domina la problemática de Catalunya y, cada vez más, condicionará la política y la economía españolas, está el no reconocimiento por España, por los ciudadanos y por los políticos del hecho histórico-cultural diferencial que es Catalunya.
Se pueden hacer ciertas concesiones en función de la relación de fuerzas y las políticas de alianzas, pero remitiendo siempre al mandato constitucional que consagra la indivisa nación española, so pena de artículo 8. Pero la historia del mundo demuestra que no son los textos jurídicos los que constituyen a la sociedad, sino que es la evolución (o revolución) de la sociedad la que se plasma en las leyes e instituciones. Y cuando hay una separación insostenible entre realidad social y ficción jurídica surgen tensiones y conflictos que, en último término, acaban modificando el texto legal para recoger la textura de la vida. Catalunya aún no ha llegado a ese punto porque la sociedad está dividida cuando se plantea la cuestión frontalmente y empieza a tomar visos de realidad. Pero la idea de independencia, con todas sus connotaciones, ya está en la conciencia colectiva, ya se puede hablar de ella, aunque sea en términos indefinidos porque no es cuestión de programa, sino de proceso. Lo que hoy día ya se ha configurado es la independencia como utopía. Y una utopía es algo muy serio. No es algo imposible o ilusorio, sino algo que vive en el imaginario de las personas, que moviliza o paraliza, que suscita esperanza o miedo, que influencia intersticialmente las decisiones políticas, las estrategias económicas y los proyectos de vida.
Las palancas más potentes de cambio histórico en los dos últimos siglos se basaron en utopías: la utopía liberal, la utopía anarquista, la utopía socialista, la utopía comunista, la utopía ecologista, la utopía cosmopolita. Ninguna se encarnó plenamente como tal en instituciones y formas de organización social. Y cuando lo hicieron en formas alternativas de vida, como las comunas anarquistas durante la guerra civil, fueron violentamente destruidas en nombre de la razón de Estado. Pero cada una de estas utopías se hizo práctica colectiva, alentó sueños y sacrificios y produjo cambios de todo tipo, desde la construcción de las instituciones democráticas protectoras de la libertad individual hasta el reformismo socialdemócrata que alumbró el Estado de bienestar. Y también se deformaron monstruosamente en la práctica histórica hasta parir el comunismo soviético, negador de la emancipación, o el imperialismo estadounidense, atropellador de los pueblos latinoamericanos en nombre de la defensa de la democracia.
En la base de todos estos proyectos político-sociales y de los procesos de movilización que llevaron a su concreción institucional, en un sentido o en otro, con diferentes suertes y destinos, había utopías, había construcciones mentales que se relacionaban con la vivencia de personas y colectividades. De modo que no menoscaben los efectos prácticos a corto, medio y largo de la formación de una utopía independentista con cada vez más arraigo en la sociedad catalana.
A corto plazo, se puede traducir en una consulta mucho más práctica sobre las condiciones del pacto fiscal entre España y Catalunya, una consulta en que la defensa de los intereses económicos catalanes puede contar con una abrumadora mayoría capaz de poner sobre aviso a quienes gobiernen o aspiren a gobernar en Madrid.
A medio plazo, la España multinacional podría ir emergiendo como condición para salvar entre todos un barco que la crisis económica estructural y la posible desintegración del euro podrían hacer naufragar en la bancarrota económica y la crisis constitucional. A largo plazo, ¿quién sabe? Otra utopía, la de una Europa unida, está en crisis de ideas y proyecto. Y tal vez podría reconstruirse sobre bases sociales y culturales distintas de las de los estados nación, celosos de su imposible soberanía, para quienes Europa fue siempre un mal necesario para operar en un mundo globalizado salvando lo que pudieran de su poder.
La Europa de las ciudades, de las regiones, de las culturas, de las empresas, de los sindicatos, de la sociedad civil realmente existente y, en último término, de las personas podría acoger una encarnación histórica más amable de una independencia de la colectividad catalana en un contexto posnacional. De ahí que los estrategas que calculan probabilidades y reclaman programas se equivocan en la raíz. Porque la raíz está en las mentes y en muchas mentes ya habita la utopía independentista.