Gaceta de tribunales

Al juzgado se acude a ganar, no en busca de Justicia. Esto es muy difícil de explicárselo a quien es lego en la materia y sobre todo a quien ha perdido un pleito y se ha visto condenado sin haber hecho nada. Por eso, recoge Huizinga, creo que en su Homo Ludens, en Filipinas era costumbre ir a los juicios a apostar. ¿Por qué no? El resultado del juicio puede corresponder a lo sucedido de manera cierta o puede referirse a una realidad de papel y tinta, de palabras mendaces e interpretaciones torticeras. Es una cuestión de azar. O mejor, es una cuestión de suerte, envite o azahar, necesario éste para tapar el mal olor que todo este negocio turbio exhala. Un pozo negro en día de limpieza. Y se gana o se pierde, y eso es todo, con desprecio absoluto de la verdad que es una indeseable, una mendiga, que si algún día aparece por los edificios públicos, ocupados por la casta política, uniformada o entogada, llaman a los de seguridad y hasta la procesan por resistencia, atentado y manifiesta desobediencia a la autoridad. La autoridad no suele ser muy amiga de la verdad. Jodida cosa la verdad.

Un bocazas que oficiaba de asesor áulico en un antro de matones de la plaza del Castillo, de Pamplona, bajo los porches, no en Baiona, no, ni en Vitoria, ni en Donosti, que tienen porches, sino en Pamplona, un bocazas, digo, bajo los porches, sostenía que ni la verdad ni la mentira existían, ni tampoco el bien y el mal, porque corrían tiempos posmodernos. Eso decía y tendría razón porque era un experto en navegar esas aguas residuales. Todo es cuestión de prueba. Si tienes pruebas -documentales o testificales- te bautizas, en cambio si no las tienes, date por juzgado y es posible que acabes pagando las costas.

Me contaron el caso, muy común, demasiado, de un agredido que había acabado condenado como agresor. El camino que lleva desde una posición a otra es, según se mire, tortuoso o muy claro, expeditivo incluso. Basta con tener testigos, a secas, que corroboren tu versión de los hechos que van a ser juzgados. Testigos, a secas, insisto. Porque en este mundo de papel y trampa, los testigos solo son falsos si les pillan, si no les pillan, los testigos son solo testigos, a secas, y lo mismo pueden sentar su trasero en el consejo de dirección de una caja de ahorros, en el sillonazo del despacho de matones de recursos humanos de una multinacional o en el asiento de un camión de residuos urbanos, de los que gestionaba el gran Tony Soprano, mafioso insigne de New Jersey. Claro que si les pillan, y dependiendo de quien sea su abogado y su posición social, igual no les pasa nada, igual sí. A los Albertos les han condenado por haber estafado al constructor San Martín con documentos falsos, pero creo que ese es un caso excepcional.

El falso testimonio tenía una fama espantosa. Ahora no. Ahora es signo de rompe y rasga y de listeza social, que es lo que hay que tener para salir a flote en esta ciénaga, en esta selva, en este casino de ruletas amañadas. Puedes hasta prenderte la corbata con una cruz de Malta.

Antes, para dormir a pierna de verdad suelta, una para un lado, otra para otro, como decía hacerlo aquel intelectual de renombre que fue Paco Martínez Soria, había que tener la conciencia tranquila, pero aquello era cosa de los curas, ¿no? Ahora, para lo mismo, hay que haber jodido a alguien, haber ganado en alguna timba social o haberse subido a la chepa de algún palomo para poder sentirse el tipo más bragado de la creación, alguien socialmente admirable, un campeón que puede entra en el bar del barrio, templando, mandando, obligando y es saludado al grito de: “¡Ese los tiene bien puestos!”. Es un somnífero de primera. Quien lo prueba duerme como un bendito. Y además, ¿quién va a enterarse? Nadie. Una vez la cosa juzgada, la mentira se ha convertido en verdad, como los billetes falsos que algunos avispados africanos estafan a los codiciosos y sin escrúpulos, amigos de la ganancia fácil. En toda estafa hay un tonto y un sinvergüenza, que decía aquel presidente de la sala de lo criminal, o dos sinvergüenzas. Eso a escoger.

Hay una obra tremenda sobre las consecuencias de un falso testimonio, alentado de manera judicial: La columna infame, de Alessandro Manzoni. Se me dirá que esos eran otros tiempos, pero están en estos: el miedo, la voluntad de sacar ventaja, la imposición de una autoridad ciega a todo lo que no sea el ejercicio de este, el orden hecho dominación y sometimiento… No hace falta una peste para que se desaten la voluntad firme y febril de fastidiar al prójimo (mediando incluso la inquina personal a la persona juzgada: vete a probar eso) y si se puede arruinarle la vida, mejor que mejor; el no admitir los propios errores, el orgullo herido por una reconvención justa -haber podido ser atropellado por un camión conducido de manera temeraria-… poco importa el motivo. ¿Supo el juez que condenó al injustamente agredido, que se las veía con un caso de falso testimonio? Quién sabe. Tal vez sí, tal vez no, pero esas cosas se huelen, a poca experiencia que tengas en las miserias que azotan las seseras, y más en una sala de audiencia. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que cuando se da una evidente desproporción entre acusados y acusadores, y una manifiesta “preparación” de pruebas. Me temo que, en casos de agresiones, cuando alguien no puede probar su defensa (como sucede con las víctimas de torturas y malos tratos), puedes estar seguro de que la inútil verdad le asiste, aunque la Justicia le abandone. Es más importante la autoridad que la Justicia, es más importante el sometimiento al orden que esa elemental verdad de las cosas que el falso testimonio subvierte de manera irremediable. En cada testimonio falso, en cada sentencia en ellos basada, hay algo que se rompe y tiene mala compostura: palabras que van valiendo cada vez menos y que solo se imponen por la fuerza, por su convención.

 

Publicado por Noticias de Gipuzkoa-k argitaratua