En el Renacimiento, uno podía quedar viudo y llegar a cardenal antes de cumplir los veinte años. Es el caso de Luis de Aragón, quien supo brillar en Roma no por su devoción religiosa sino por su tren de vida, sólo comparable al de su compinche preferido, Giuliano de Médici, hermano menor del papa León X. La muerte prematura de Giuliano, en 1515, dejó desorientado a nuestro cardenal, que buscó sin mucho tino nuevas amistades, terminó por verse envuelto en una conjura contra el Papa y debió salir de raje de Roma y peregrinar por las cortes de Europa hasta que fuese seguro retornar a la ciudad papal. Luis viajaba con su secretario, el clérigo Antonio DeBeatis, quien llevó un diario de las actividades y tribulaciones de su patrón en ese exilio, razón por la cual sabemos hoy que Luis elegía qué cortes visitar de acuerdo con las obras maestras que hubiese en ellas (el arte era lo único que lo distraía de sus lamentos) y que, al pasar por el valle del Loire, y enterarse de que en el castillo de Amboise pasaba sus últimos años Leonardo Da Vinci, bajo la protección del rey de Francia, se presentó a rendir sus respetos y conocer al artista.
A causa de su vida loca, Luis había perdido la oportunidad de tratar a Leonardo cuando éste vivió en Roma, convocado precisamente por Giuliano para que “creara libremente bajo su protección” y expulsado por el Papa cuando supo de las investigaciones anatómicas que Leonardo realizaba con cadáveres. La cuestión es que Luis logra un encuentro con el viejo Leonardo en Amboise, la conversación vira rápidamente al recuerdo del amigo muerto y tan querido, y Leonardo decide mostrar a sus visitas un cuadro que tiene casi terminado. Se trata de un retrato de una hermosa dama semisonriente. Leonardo explica que fue el encargo más personal que le hizo Giuliano y que se trataba de una dama “muy importante para él, aunque no era su esposa”. El secretario DeBeatis anota que ni su patrón ni él reconocen a la beldad, sospechan que ha de haber sido uno de los tantos secretos del legendario Giuliano y ahí queda la cosa hasta que, casi quinientos años después, un loco lindo entre los estudiosos del Renacimiento, el italiano Roberto Zapperi, autoridad total y excéntrico ídem, rescata esas palabras de Leonardo obedientemente registradas por DeBeatis y perdidas después durante cinco siglos en el purgatorio de los incunables, y anuncia al mundo que tenemos un problema: el retrato más famoso de la historia, ese que el orbe entero conoce con el nombre de La Gioconda, o Mona Lisa, no podrá llamarse más así en el futuro porque la retratada no se llamaba Lisa ni estaba casada con ningún Giocondo.
La versión canónicamente aceptada hasta ahora es la que se cuenta en la Vida de Leonardo escrita por Vasari treinta años después de la muerte del genio, con testimonios de discípulos, colegas y demás personas que lo habían tratado. Vasari dice allí que, en 1503, en tiempos de estrechez, Da Vinci aceptó un encargo del prestamista Francesco del Giocondo para que pintara a su mujer, Lisa Gherardini (“Mona” era la manera en que se refería a las mujeres casadas en la época), y que Leonardo dejó el retrato sin terminar y sin entregar hasta que, en sus últimos años, en la corte del rey de Francia, lo retomó y lo concluyó. El cuadro le gustó tanto al rey que se lo quedó a la muerte de Leonardo y lo colgó en el pabellón de baños del palacio de Fontainebleau (según la leyenda, aquellos baños son el antecedente directo del Louvre: los invitados que iban a aliviarse tenían oportunidad de contemplar a gusto los exquisitos cuadros ahí colgados que, doscientos años después, merecerían museo propio).
Zapperi simpatiza de corazón con la idea del rey de Francia. Con lo que no está nada de acuerdo, desde que lo leyó de jovencito, es con el libro de Vasari. Ya entonces le parecía muy improbable (y los avances tecnológicos terminaron dándole razón) que la Mona Lisa hubiese sido pintada no de una vez (como demuestra la manera en que los pigmentos fraguaron en la tela) sino en etapas. Pero lo que le parecía más imposible es que Leonardo realizara el mejor retrato de su vida para un oscuro usurero, usando como modelo a una mujer de la que nada se sabe (de una beldad así se habría escrito algo; eso era lo que sucedía con todas las bellezas de la época que eran objeto de retratos o poemas, pero de la Gioconda de carne y hueso no ha quedado ni una línea). Basándose, en cambio, en aquellas palabras de Leonardo a Luis de Aragón sobre el encargo de Giuliano, Zapperi nos ofrece una historia extraordinaria, que si no es cierta merecería serlo.
Aunque Giuliano fue ante todo un tarambana, al llegar a Roma a darse la gran vida como hermano del Papa llevó consigo a un hijo natural al que había dado el nombre de Ippolito. Ya desde bebé era tan vivaz la criatura que hasta el amargo pontífice León X pedía que se lo llevaran de visita. Ippolitino creció y, cuando empezó a hablar, lo primero que preguntó a Giuliano fue por su mamma. Esto ocurrió cuando el Papa, harto de las correrías de su hermano, le arregló casamiento con una Saboya. Giuliano partiría al norte y volvería casado. Para que Ippolitino no se sintiera demasiado desplazado, Leonardo debía pintar un retrato de la madre para la nueva recámara del niño. El problema es que la madre había muerto al dar a luz y no se conservaba de ella ninguna imagen (ni siquiera había máscara mortuoria, ya que se trataba de una mujer “muerta en pecado”). De manera que Leonardo debía crear de la nada el retrato de una mujer que, según Giuliano, debía parecerle a Ippolitino presente de tan vívida y a la vez inalcanzable por estar muerta.
Según el gran Ernst Gombrich, La Gioconda produce exactamente ese efecto por el sfumato con que fue pintado su rostro: de ahí la inmortal reverberación en los ojos y en la boca (¿mira en nuestra dirección o no?, ¿sonríe o no?). Para lograr acabadamente ese efecto, Leonardo demoró, como siempre, demasiado. Su discípulo Salai (que significa “diablillo”) terminó de armar el enredo: fue quien dio los últimos retoques al cuadro y quien se lo vendió al rey de Francia. También fue el que bautizó a la dama “La Joconda”, usando la palabra dilecta de su jefe: todo lo que contagiaba ganas de vivir era “jocundo” para Leonardo. Y eso es lo que producía el rostro de esa dama sonriente a todos aquellos que lo veían. Nada que ver con el signore Giocondo, ni con su esposa Lisa, ni con los viejos tiempos de Leonardo en Florencia, mal que les pese a todos los que vienen repitiendo las palabras de Vasari desde entonces.
Zapperi necesitó treinta años cotejando infinitas fuentes para confirmar su corazonada. Su proeza final es demostrarlo en apenas 120 páginas, en su libro Adiós, Mona Lisa. Todo cobra vida y ocurre delante de nuestros ojos en su formidable alegato, hasta que llegamos al final y descubrimos de golpe que Zapperi nos lo ha revelado todo menos cómo llamar desde ahora al retrato más famoso del mundo. Ese es nuestro premio y nuestra función: poder mirar esta vez con ojos nuevos la imagen más vista de la historia del arte y decidir cómo habremos de llamarla de aquí en más.