Disponemos de muchos refranes y proverbios políticos, pero ninguno ha funcionado tan bien en términos culturales como el de la muerte del general Franco en la cama. La evocación a su fallecimiento natural tiene la fuerza tonta de lo evidente, porque nadie negará que aquel anciano sanguinario terminó sus días en el lecho, adulado y ungido con aceites santos. El historiador Pere Ysàs, en un libro convincente publicado en 2004 –Disidencia y subversión es su título–, ha explicado que la popular frase sobre el pacífico expirar del dictador no es otra cosa que una metáfora ideológica. Lo es, y ha funcionado con eficiencia para establecer imágenes importantes del relato oficial sobre la fundación del Estado de derecho. Una de esas imágenes establecía la solidez del régimen –¿acaso no murió en cama el tirano?– y dictaba que la democracia fue producto del desarrollo natural de las cosas, de la evolución hacia la modernidad imparable. Un proceso dirigido por los hombres más innovadores y dispuestos del régimen, que llevaron su amor por la libertad en secreto desde que vestían pantalón corto; próceres generosos que permitieron la discreta y leal colaboración de una oposición imperceptible e incapaz, aunque, eso sí, molesta.
Sobre lo que debía hacerse con esa exigua molestia opositora nunca hubo muchas dudas. Entre 1964 y 1976, más de 50.000 ciudadanos se vieron afectados por el Tribunal de Orden Público según el estudio de J. J. del Águila; y en esos años más del 80% de las conductas delictivas lo fueron contra la seguridad interior del Estado, sin olvidar que se mantuvo activa la jurisdicción de guerra, que actuó sobre más de 3.000 de aquellos molestos transgresores.
Era el efecto de las crecientes movilizaciones sociales, lo suficientemente inquietantes como para que, en febrero de 1971, el Consejo Nacional del Movimiento convocase una reunión para tratar su futuro. Los consejeros hablaron de su incapacidad política para resolver la situación causada por el auge de la disidencia. La consecuencia de su temor y desconcierto fue el aumento de las persecuciones y detenciones. Comisarías de policía y cuarteles de la Guardia Civil siguieron siendo en los años setenta espacios donde convivían, inseparables, la violencia del Estado, la burocracia que aseguraba su funcionamiento y la garantía de impunidad a los funcionarios que torturaban y reían en edificios oficiales ubicados en el centro de la vida urbana.
Nada de todo eso fue accidental, era parte estructural de un régimen que, sin recursos políticos, sólo disponía de la violencia para mantener la vida que aquella exigua oposición –según la metáfora de la cama y la paz– le estaba destrozando. El viejo Estado no sabía cómo podía adecuar sus principios de siempre para sobrevivir, y los más listos andaban asustados a medida que percibían lo que realmente podía significar la palabra democracia con la que comenzaban a jugar. La oposición antifranquista sí sabía dónde ir, pero desconocía las etapas del trayecto condicionadas a las relaciones y negociaciones con quienes tenían el monopolio de la violencia, la capacidad de hacer daño intacta y los nervios a flor de piel. Todo era muy fluido y sólo hubo dos opciones: caminar –es decir, movilizar y negociar– o reventar –esto es la incapacidad de asumir transacciones–. Reventaron ellos, su Estado.
Para mí, el mejor legado de la Transición lo ha contado Joaquim Jordà en un par de cintas, Numax presenta (1979) y Veinte años no es nada (2005), documentales precisos y preciosos sobre la experiencia popular y obrera de un tiempo de alta vitalidad política en el que la ciudadanía más participativa descubrió y usó herramientas que le permitían entender la naturaleza de las relaciones sociales y así devenir civilmente más sabios y, por tanto, más libres. Sin embargo, en una fecha imprecisa de los ochenta, aquel proceso histórico conocido como Transición fue transformado por el Estado y sus pompas en un mito sombrío orientado a justificar la impunidad. El antiguo y logrado proyecto de reconciliación mutó en una ideología de Estado cuyo principio ha consistido en dictar que todos fueron igualmente respetables en aquellos tiempos de dictadura; y que la memoria, lejos de ser un derecho, era un deber, el deber de recordar, permanentemente, que el país sólo podía avanzar si cultivaba una cierta indiferencia hacia el pasado gaseoso. Apareció así un inmenso vacío ético –no hay distinción entre el bien y el mal– y con este el alejamiento de una parte de la ciudadanía respecto a su valor y papel en el largo proceso de democratización del país.
Desde ese extrañamiento apareció el desprecio hacia la Transición porque muchos creyeron la leyenda oficial sin preocuparse en averiguar las realidades de aquel proceso histórico. Desde luego, averiguar y razonar cuesta. En cambio, combatir tópicos y supersticiones con otros tópicos y nigromancias (por ejemplo, los complots compulsivos, o las “traiciones”, que todo lo cuadran y explican) es barato. La consecuencia de esta práctica ha sido la conversión de la Transición en un principio de determinación causal usado indistintamente por sus creadores para justificar impunidades, y por sus indignados detractores para vocear frustraciones o explicar injusticias presentes que proceden de otras fuentes. Es lo que tiene sacar de la historia un proceso social: el mito encubre el conocimiento y la superstición substituye la razón. Pero seamos positivos y en el día de hoy recordemos aquellos versos de Alberti: “Hay muertos cuya paz merecería / ser quebrantada todas las auroras”. Cumplamos su deseo.
Ricard Vinyes es historiador
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2707/la-muerte-la-cama-el-mito/