Stalin, nuestro contemporáneo

Hace ochenta años, en el otoño de 1930, Joseph Stalin implementó una política que cambió el curso de la historia, y derivó en decenas de millones de muertes a lo largo de décadas y en todo el mundo. En una campaña violenta y masiva de “colectivización”, puso la agricultura soviética bajo control estatal.

Stalin persiguió la colectivización a pesar de la resistencia generalizada que se había producido cuando las autoridades soviéticas habían intentando introducir por primera vez la política la primavera anterior. El liderazgo soviético entonces había recurrido a ataques con disparos y deportaciones al Gulag para adelantarse a una oposición. Sin embargo, los ciudadanos soviéticos ofrecieron una resistencia masiva; los nómadas kazajos huyeron a China; los agricultores ucranianos, a Polonia.

En el otoño, los asesinatos y las deportaciones se reanudaron, complementados por la coerción económica. A los agricultores individuales se los gravó hasta que aceptaron la colectivización y a las granjas colectivas se las autorizó a apropiarse de los granos de semillas de los agricultores individuales, utilizados para sembrar la cosecha del año siguiente.

Una vez que se colectivizó el sector agrícola de la URSS, comenzó el hambre. Al despojar a los campesinos de su tierra y convertirlos en empleados estatales de facto, la agricultura colectiva le permitió a Moscú controlar a la gente así como a su producción.

Sin embargo, control no es creación. Resultó imposible convertir a los nómadas del Asia Central en agricultores productivos en una sola temporada de siembra. A partir de 1930, aproximadamente 1,3 millón de personas sufrían hambruna en Kazajstán mientras sus magras cosechas eran requisadas según directivas centrales.

En Ucrania, la cosecha fracasó en 1931, por múltiples razones: mal tiempo, pestes, escasez de fuerza de tracción animal porque los campesinos mataban a su ganado antes que perderlo a manos del colectivo, falta de tractores, los asesinatos y la deportación de los mejores agricultores y la interrupción de la siembra y la cosecha causada por la propia colectivización.

“¿Cómo podemos esperar construir la economía socialista”, preguntó un campesino ucraniano, “cuando estamos todos condenados al hambre?” Ahora sabemos, después de 20 años de análisis de documentos soviéticos, que en 1932 Stalin hábilmente transformó el hambre como consecuencia de la colectivización en Ucrania en una campaña deliberada de hambruna con motivos políticos. Stalin presentó el fracaso de la cosecha como una señal de la resistencia nacional ucraniana, que más que concesiones requería firmeza.

A medida que la hambruna se propagaba ese verano, Stalin refinó su explicación: el hambre era sabotaje, los activistas comunistas locales eran los saboteadores, protegidos por autoridades superiores, y todos estaban pagados por espías extranjeros. En el otoño de 1932, el Kremlin emitió una serie de decretos que garantizaban la muerte masiva. Uno de ellos les recortaba todos los suministros a las comunidades que no cumplían con sus cuotas de granos.

Mientras tanto, los comunistas se apropiaban de todos los alimentos a su alcance, como recordó un campesino, “hasta el último granito”, y a principios de 1933 las fronteras de la Ucrania soviética se sellaron para que la gente que pasaba hambre no pudiera buscar ayuda. Los campesinos moribundos recogían las cosechas de primavera bajo torres de vigilancia.

Más de cinco millones de personas se murieron de hambre o de enfermedades relacionadas con el hambre en la URSS a principios de los años 1930, 3,3 millones de ellas en Ucrania, de las cuales unos 3 millones habrían sobrevivido si Stalin hubiera interrumpido simplemente las requisiciones y las exportaciones durante unos meses y le hubiera otorgado a la gente acceso a las tiendas de granos.

Estos episodios siguen en el centro de la política de Europa del Este hasta el día de hoy. Cada noviembre, los ucranianos rinden homenaje a las víctimas de 1933. Pero Viktor Yanukovich, el actual presidente ucraniano, niega el sufrimiento especial del pueblo ucraniano –un asentimiento de la narrativa histórica oficial de Rusia, que intenta desdibujar los males particulares de la colectivización para que parezca una tragedia tan vaga que no tenga ni perpetradores ni víctimas evidentes.

Rafal Lemkin, el abogado judío polaco que acuñó el concepto de “genocidio” e inventó el término, no habría estado de acuerdo: catalogó a la hambruna ucraniana como un caso clásico de genocidio soviético. Como Lemkin bien sabía, tras la hambruna llegó el terror: los campesinos que sobrevivieron al hambre y al Gulag se convirtieron en las próximas víctimas de Stalin. El Gran Terror de 1937-1938 comenzó con una campaña de asesinatos –dirigidos principalmente contra los campesinos- que se adjudicó 386.798 vidas en toda la Unión Soviética –de las cuales una cantidad desproporcionada ocurrieron en Ucrania.

La colectivización dejó una huella profunda. Cuando la Alemania nazi invadió la zona occidental de la Unión Soviética, los alemanes mantuvieron las granjas colectivas intactas, a las que vieron como el instrumento que les permitiría desviar los alimentos ucranianos para sus propios fines, y hacer morir de hambre a quienes quisieran.

Después de que Mao hizo su revolución en1948, los comunistas chinos siguieron el modelo estalinista de desarrollo. Esto implicó que unos 30 millones de chinos se murieron de hambre en 1958-1961, en una hambruna similar a la de la Unión Soviética. La colectivización maoísta también fue seguida por campañas masivas de asesinatos.

Incluso hoy, la agricultura colectiva es la base del poder tiránico en Corea del Norte, donde cientos de miles de personas padecieron hambre en los años 1990. Y en Bielorrusia, la última dictadura de Europa, la agricultura colectiva nunca se discontinuó, y un ex director de granjas colectivas, Aleksandr Lukashenko, gobierna el país.

Lukashenko se postula para un cuarto mandato presidencial consecutivo en diciembre. Al controlar la tierra, también controla los votos. Ochenta años después de la campaña de colectivización, el mundo de Stalin sigue con nosotros.

 

Timothy Snyder es profesor de Historia en la Universidad de Yale. Su libro más reciente es Bloodlands: Europe Between Hitler and Stalin.

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