Esta semana se cumple un mes de la peor crisis diplomática que han vivido China y Japón –la segunda y tercera potencias económicas del mundo- en los últimos años. La tensión estalló entre los dos vecinos asiáticos después de que un pesquero chino colisionara con dos patrulleras niponas a principios del pasado mes de septiembre cerca de las islas Diaoyu o Senkaku –según las denominaciones china o japonesa-, que son reclamadas por ambos países, así como por Taiwán. Desde el pasado 7 de septiembre en que se produjo el incidente, los dos gobiernos se han enzarzado en una espiral de gestos y declaraciones que no ha hecho más que alimentar la profunda desconfianza que existe entre los dos países.
En el trasfondo de este pulso por la soberanía de estas islas subyace el interés estratégico de ambas potencias por adueñarse de los yacimientos de gas natural y de petróleo que se han descubierto en los últimos años en el subsuelo de este archipiélago, situado entre China, Taiwán y la isla japonesa de Okinawa. Y constituyen un claro ejemplo de la voluntad China de imponerse en un futuro cercano como la potencia hegemónica regional, doblegando a Japón.
El origen de este conflicto viene de mucho más lejos. Concretamente cuando las autoridades chinas cedieron estos islotes deshabitados a Japón en el marco del tratado de paz que siguió a la primera guerra chino-japonesa. Corría el año 1895, cuando Pekín transfirió a Tokio lo que actualmente es Taiwán y una serie de islas adyacentes, entre las que se encontraban las Diaoyu.
Desde aquella fecha, este archipiélago está administrado por Japón. Estados Unidos asumió el control de estos deshabitados islotes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta 1972, cuando devolvió la autoridad de la isla de Okinawa a los japoneses. Desde entonces China reclama la soberanía de estas islas y esgrime en su favor de que Japón devolvió los territorios conquistados durante el conflicto bélico al finalizar la contienda. Tokio lo niega. Y Estados Unidos precisa que en aquel retorno de tierras no estaba incluida ninguna cesión insular, entre otras cosas porque ello supondría la automática incorporación de Taiwán al régimen de Pekín.
Sin embargo, el contencioso que enfrenta a China y Japón por la soberanía de estas islas no es más que la punta del iceberg de las complejas relaciones que mantienen Pekín y Tokio desde tiempos inmemoriales. “Considerad a vuestros vecinos como amigo y como enemigos al mismo tiempo”. Este precepto del general chino Sun Tzu, autor del manual de estrategia militar más antiguo que se conoce, resume a la perfección la ambivalencia del trato que se profesan los dos países, plasma sus dificultades para mantener unas relaciones normales de vecindad y explica que el menor altercado se convierte en una crisis de incalculables proporciones.
Amigos. Se puede decir que los dos países lo son. Especialmente a partir de 1978, cuando firmaron el Tratado de Paz y Amistad en Pekín en agosto del aquel año. La firma de este convenio supuso, aunque fuera de manera formal, poner fin en Asia a la Segunda Guerra Mundial, ya que fue la primera ocasión en que los gobiernos de las dos naciones se declararon en paz por primera vez en el siglo XX, desde que se habían declarado la guerra en 1930.
Desde aquella lejana fechas de 1978, China y Japón han desarrollado su cooperación en múltiples sectores y todas sus reuniones bilaterales de alto nivel concluyen con la declaración de sus dirigentes acerca de la voluntad de desarrollar una relación estratégica beneficiosa para ambas partes. Pero la desconfianza recíproca permanece.
Enemigos. No se puede decir que lo sean, pero existen más cosas que les separan que las que les unen: La memoria histórica, el nacionalismo rampante actual y unas ambiciones para el futuro que les convierten en rivales.
El pasado militarista de Japón y su invasión de China permanece en la memoria de los 1.300 millones de chinos. Aun hoy numerosas abuelas afirman orgullosas que les cuentan a sus nietos que hay que odiar a los japoneses. El recelo hacia todo lo que proceda del archipiélago nipón permanece inalterable. Las autoridades de Tokio estiman que se han excusado claramente en varias ocasiones sobre los terribles daños causados a la población china durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Pekín, sin embargo, sostiene que lo han hecho con la boca pequeña y que su arrepentimiento no es sincero. Esgrimen la masacre de Nankin, la homologación de manuales escolares de historia y las visitas de autoridades japonesas al santuario de Yasukuni, donde se rinden honores a los soldados japoneses muertos por la patria, pero también a catorce criminales de guerra.
A este pasado conflictivo se le suma, actualmente, el creciente nacionalismo que se vive en los dos países, especialmente por parte de la sociedad china. En el gigante asiático el patriotismo ha sustituido a la ideología comunista y las autoridades no dudan en apelar a este sentimiento para reforzar su legitimidad. Los éxitos económicos, diplomáticos, científicos o deportivos son utilizados para ensalzar la identidad nacional. La sociedad japonesa, por su parte, esta agotada tras dos décadas de estancamiento económico y por el constante goteo de los comentarios acerca del declive del imperio japonés, procedentes de todo el mundo. Y en este contexto, los continuos reproches chinos acerca del pasado militarista nipón constituyen la gota que colma el vaso de la paciencia japonesa. Una encuesta reciente señala que más del 80 por ciento de la población japonesa considera que China no es un país digno de confianza.
El conflictivo pasado común y la afirmación de las identidades nacionales de sus respectivas sociedades conducen a China y Japón a una rivalidad para convertirse en la principal potencia de Asia, en lugar de intentar avanzar conjuntamente en aras de un beneficio común. Es un duelo entre la potencia económica –China ya ha sobrepasado a Japón- y la potencia estratégica, ya que es la primera vez en la historia que los dos países tienen el estatus de potencia regional. En este sentido, los actuales y futuros líderes de los dos países deberían ser lo suficientemente hábiles y juiciosos para evitar enfrentamientos y anteponer el bien común a las ambiciones nacionales, que podrían degenerar en algún que otro conflicto violento.
La evolución ideal está estrechamente relacionada con la iniciativa del ex primer ministro japonés Yukio Hatoyama, que en su corto mandato de nueve meses lanzó la idea de crear una Comunidad Asiática, a imagen y semejanza de la Unión Europea. Sin embargo, los esfuerzos históricos de reconciliación que han llevado a cabo Francia y Alemania brillan por su ausencia tanto en China como en Japón. Y, a la luz de los actuales tiempos que viven las sociedades de los dos países, parece poco probable que Pekín y Tokio sean capaces de reproducir en Asia la cooperación franco-alemana en Europa y liderar un proyecto común. Al menos en las próximas décadas.
Pero a pesar de todo, ambas potencias están condenadas a entenderse, al menos en los próximos veinte o treinta años, y a compartir el liderazgo regional en Asia. Durante este tiempo, China está predestinada a imponer su mayor peso económico, político y estratégico, pero Japón mantendrá seguramente su supremacía tecnológica y mayor eficiencia industrial.
Sin embargo, esta relación de convivencia está condenada a ser conflictiva. No sólo por su desconfianza mutua, sino porque sus objetivos finales son incompatibles: China aspira a convertirse en la potencia hegemónica en Asia, como paso previo a sus ambiciones globales, mientras que Japón luchará con todas sus fuerzas para evitar convertirse en una especie de satélite de Pekín o de país sin ninguna influencia internacional. Y esta pugna pasa por el control de los accesos a los recursos energéticos (gas y petróleo) de la región. Un dominio que para China resulta imprescindible para poder mantener su fuerte ritmo de crecimiento económico y proseguir su desarrollo.
Ante este panorama, todo indica que en los próximos decenios Asia se convertirá en el teatro de una dura pugna chino-japonesa por la hegemonía regional y que conflictos como el reciente de las islas Diaoyu/Senkaku están destinados a reproducirse en un futuro cercano.