En 1920, aprovechando el desgaste del Ejército Rojo después de dos años largos de guerra civil con las tropas blancas zaristas, los polacos (flamantemente independizados) se lanzan a recuperar por las armas territorios que supieron ser de ellos cien años antes. Los rusos, obviamente, no se los quieren dar. Del lado bolchevique, en las huestes cosacas del general Budyonny, cabalga camuflado un judío llamado Isaac Babel. Del lado polaco, en las tropas igualmente antisemitas del mariscal Pridsulzky, avanza matándose de hambre, con la esperanza de desfallecer antes de entrar en combate, otro judío llamado Isaac Bashevis Singer. “Esto no es una revolución marxista; es un duelo personal entre salvajes”, escribe Babel en su diario. Sin conocerlo, el exánime recluta Singer coincide: “Pelean sólo para decidir quién exterminará después a los judíos”. La caballería rusa y la polaca se masacran en el barro tal como lo hicieron sus antepasados cien, doscientos, trescientos años antes, mientras pasan aviones por encima de sus cabezas. La verdadera guerra es la de arriba, ellos son un anacronismo, dicen los expertos. Serán un anacronismo visto desde lejos; pero, para los que tienen el dudoso privilegio de vivirlo de cerca, es la muerte con nombre y apellido, lleve el uniforme que lleve.
Como se sabe, Babel y Singer lograron salir con vida de aquel trance. Uno volvió a Rusia; el otro a Varsovia, desde donde emigró a América. De regreso en Moscú, Babel se sentó a describir sus experiencias con los cosacos en un libro que llamó Caballería Roja, a continuación revivió el extraordinario mundo de su niñez en Cuentos de Odessa, se convirtió con esos dos breves libros en el último gran maestro del cuento ruso y los enemigos que supo ganarse en el camino (por judío, por creer en la revolución, por creer aun más en la literatura) se cobraron con creces la afrenta, haciéndolo fusilar en 1940. Ese mismo año, en el otro extremo del mundo, Singer empezaba a publicar en un diario en iddish de Nueva York los cuentos que le darían el Nobel treinta y ocho años después.
No me había dado cuenta hasta hoy de lo cerca y lo lejos que se pasan Babel y Singer en sus respectivas trayectorias. Es obvio que Babel no leyó a Singer (aunque en sus últimos meses en libertad tradujo al ruso, por puro placer, cuentos de Scholem Aleijem, otro “cuentero iddish”). Y se sabe que Singer nunca pudo disfrutar del todo los cuentos de Babel: “Todo me nubla la vista cuando lo leo: su bolchevismo, su judaísmo, su muerte, su genio”. No ha de haber sido fácil para un judío de la diáspora, apenas terminado el Holocausto y con noticias semanales acerca de las purgas que seguía ordenando Stalin contra judíos, leer las más que vívidas descripciones de Babel acerca de lo que les pasaba a los judíos en los últimos tiempos del zar y en los primeros años de la revolución.
Si se hubieran conocido de jóvenes, Singer seguramente habría despreciado a Babel por comunista. Cuando aún vivía en Varsovia, echó a su novia embarazada porque le había organizado una célula comunista en su departamento. Al oficial que lo llevaba preso le decía: “Usted me conoce, oficial. Sabe que el comunismo no me interesa. Lo único que me interesan son las mujeres”. El oficial le contestaba: “Lo sé de sobra, perro. Te has acostado hasta con mi mujer”. De haber conocido entonces a Singer, Babel seguramente lo hubiera despreciado también. Uno terminó asesinado por escribir en ruso en Moscú y el otro sobrevivió escribiendo en iddish en Nueva York. Parecen opuestos, y sin embargo hay algo que los hermana por encima de toda diferencia: como si uno hubiera empezado a escribir porque hicieron callar al otro.
Cómo no ver la mano invisible de Singer en esta descripción que hace Babel al final de “El hijo del rabino”, cuando describe las pertenencias de un soldado del Ejército Rojo muerto en combate: “Todo yacía mezclado, las herramientas del agitador y del poeta devoto, retratos de Maimónides y de Lenin, cartuchos de bala y un mechón de pelo femenino envuelto en una hoja de fino papel que contenía versos en hebreo del Cantar de los cantares, envueltos a su vez en un trozo de periódico con las Resoluciones del 6º Congreso”. Cómo no ver la perfecta capacidad de síntesis de Babel en esta definición del comunismo que da un personaje de Singer: “Es básicamente un rechazo metafísico a la codicia, un anhelo de-sesperado por erradicarla del alma de los hombres”. Cuando lo convocaron a filas, Singer estaba dispuesto a morir de hambre antes que empuñar un fusil en combate. Cuando cargaba con los cosacos, Babel llevaba la pistola sin balas, porque “sus creencias le permitían dejarse matar, pero no matar”. Los personajes de Singer que logran sobrevivir a los pogroms cosacos y a los hornos nazis y vagan como espíritus por las calles de Varsovia o de Nueva York, discutiendo a gritos con Dios y entre medio fornicando desesperadamente con la mujer que puedan, parecen un retrato de cuerpo entero del último Babel, aquel que después de la muerte de Gorki dijo a sus amigos: “Ahora no me dejarán vivir”, y esquivó como pudo las presiones oficiales para publicar (“Por temperamento estoy interesado en preguntas que necesitan cuidadosa reflexión y gran honestidad para poder responderlas en forma literaria. Así me explico mi silencio a mí mismo, camaradas”) y coronó la tarea acostándose con un viejo amor devenida esposa de un jefazo de la policía secreta, Nikolai Ezhov, tristemente célebre brazo ejecutor de las purgas de 1937 y 1938.
Eran tiempos más que oscuros, y Babel amó siempre la luz y el calor como todo nativo de Odessa (“Sólo así puedo imaginar Tierra Santa”). De hecho, Babel dejó una queja clavada en la pared de la literatura rusa antes de que lo mataran: dijo que lamentaba que en toda ella no hubiera “una verdadera descripción del sol, una escena luminosa que logre por sí sola hacernos sentir renovada la sangre”. Singer escribió esa escena para él, en un libro llamado Sombras sobre el Hudson, que es una novela rusa a pesar del título y de que haya sido escrita en iddish. En cierto momento de ese libro, su descastada pareja protagonista sube a un tren que sale de Nueva York durante una tormenta de nieve, rumbo a Florida. Durante la noche, mientras ellos copulan en el camarote como si no hubiera un mañana, detrás de la ventana desfila el perfil humeante de las fábricas en la oscuridad, después los campos de algodón, después las plantaciones de tabaco, hasta que con la salida del sol llegan a destino, bajan del tren y piensan que están en Tierra Santa o en el otro mundo, cuando ven las palmeras y el cielo azul y el sol radiante y una joven sonriente que les ofrece un jugo de naranjas exprimidas con frutas del lugar. “Olía a nuevo principio”, dice Singer. Y entonces, como si pensara en Babel, como si se dirigiera a él, agrega: “No, nada puede empezar de nuevo. Todos somos espíritus. Este mundo es también el venidero. Pero tenemos el sol”.