La grave crisis actual ha puesto gran presión tanto sobre nuestras vidas privadas como en la de la mayoría de las organizaciones. Además de las incertidumbres sobre nuestro futuro personal y familiar, en los ámbitos asociativos, el mundo profesional y las instituciones de todo tipo, a las estrecheces económicas se les ha sumado la exigencia de un alto nivel de competitividad, al que hay que dar respuesta para intentar sobrevivir en estos tiempos tan severos.
También las universidades estamos inmersas en estos desafíos. Hasta hace pocos años, la presión en las universidades se vivía, principalmente, en el ámbito individual, en forma de una carrera académica que el profesor asumía en grados distintos según su ambición personal. Se competía, según muy distintos modelos y opciones, o simplemente se estaba en la universidad, confiando en los méritos que la carrera de funcionario otorgaba por el mero hecho de la antigüedad. Lo mismo en relación con los alumnos, los cuales podían optar por aprovechar las oportunidades de una buena formación o simplemente confiar en la utilidad de un título obtenido en muchos casos sin grandes dificultades.
La universidad, durante muchos años, tenía garantizada su clientela y no competía por ella; su calidad estaba vinculada a la capacidad individual del profesor; las inversiones dependían de unos presupuestos decididos desde lejos y los planes de estudio eran poco más que una carrera de obstáculos inamovibles que esquivar con inteligencia.
Pero de unos años hasta aquí, las cosas han cambiado radicalmente.
Las universidades salimos a competir por nuestros estudiantes, ya sea porque son escasos o porque buscamos los mejores resultados. La transparencia en la gestión y la gobernabilidad se han convertido en una necesidad a la hora de rendir cuentas sobre el uso de unos recursos públicos escasos. Y la calidad ya no es sólo la que aporta cada profesor, sino la que garantiza la propia organización. La competitividad académica, pues, ya no es una opción personal, sino que es la propia organización universitaria la que la regula y la exige. En buena parte, los cambios de los últimos años en la universidad han consistido en dar la penúltima vuelta de tuerca a un proceso que ha trasladado al conjunto de la organización unos desafíos y responsabilidades que antes eran optativos e individuales.
No cabe duda de que estos cambios tienen sus riesgos. Una mala gestión académica ahora tiene resultados más graves que antes, y de ahí la gran preocupación por los asuntos de gobernanza, quizás la última pieza que queda por ajustar a los cambios habidos. Por otra parte, en un contexto público que presenta enormes rigideces contractuales, la competitividad puede quedar atrapada en mecanismos formales que no sean sensibles a la flexibilidad que necesita el desarrollo del conocimiento. Ahí están, por ejemplo, unos ranking que pretenden comparar cosas muy distintas: universidades principalmente dedicadas a la investigación con las que tienen importantes obligaciones docentes; las organizaciones privadas que escogen a sus alumnos con las que tienen responsabilidades públicas de formación general; las que tienen libertad de contratación con las que están sujetas a carreras funcionariales; las que forman principalmente en ámbitos tecnológicos o en saberes globalizables y las que son excelentes en áreas de conocimiento vinculadas al territorio como es muy habitual en las ciencias sociales y las humanidades. Ciertamente, en un sistema competitivo, hay que establecer mecanismos de evaluación y comparación, pero sin que acaben actuando de modo autoritario sobre el propio desarrollo del objetivo fundamental. Un problema, éste, que ya se observa en los sistemas de acreditación académica de los futuros profesores que no se limitan a evaluar lo realizado, sino que definen y marcan de antemano caminos estrechos que pueden acabar empobreciendo la libertad de elección y la creatividad e innovación investigadoras.
De todas maneras, y aunque los resultados deben medirse en el plazo medio, creo que podemos afirmar que los resultados están siendo muy buenos, dicho sea con permiso de los profetas de calamidades. En términos generales, la aplicación de los nuevos grados se está desarrollando con las normales dificultades pero con unos éxitos mayores a los esperados en tan poco tiempo. Posiblemente, el contexto crisis nos ayuda a reducir la resistencia al cambio entre el profesorado y contribuye a actitudes de mayor responsabilidad entre los estudiantes. Pero, en cualquier caso, las nuevas metodologías docentes están funcionando, con reducciones muy importantes del absentismo tradicional en las aulas e incrementos sustanciales en la superación de las evaluaciones. Y no me cabe ninguna duda sobre la mejora exponencial en la calidad investigadora del nuevo profesorado, eso sí, después de unos esfuerzos competitivos titánicos salarialmente mal recompensados con relación a cualquier otro itinerario profesional.
Y un comentario final. En todos estos cambios quizás se considera poco una ventaja diferencial de la universidad en relación con otros terrenos profesionales: la fuerte adhesión que consigue de sus profesionales con las tareas que tiene encomendadas. Por lo menos hasta ahora, la mayor parte de esta reestructuración en las universidades catalanas – por no decir reconversión-se ha producido con un sobreesfuerzo enorme en dedicación de sus gestores a costes mínimos y sin grandes – ni pequeñas-recompensas económicas. El estrecho compromiso con la producción y transmisión de saber y, a través de éste, con el progreso del país y de la humanidad entera, puede explicar, pese a quien pese, muy buena parte del éxito.