Reunificación

Hablo de algo que ocurrió hace una década, en Berlín, la ciudad que condensa la memoria del siglo XX y su historia, la ciudad que trabaja con ella, la ciudad simbólica, la ciudad conflicto. En esa ciudad, la mañana del segundo día de septiembre fue distinto; 104 máquinas de lavar ropa ocupaban la Berliner Schlossplatz, el escenario urbano más emblemático del antiguo imperio. Estaban ordenadas en líneas y distancias bien trazadas y su chapa esmaltada en blanco relucía con tanta fuerza que dañaba la vista.

Se trataba de la instalación que los artistas Filomeno Fusco y Victor Kegli efectuaron para conmemorar dos eventos históricos que las autoridades querían enlazar en una misma apoteosis nacional: la victoria de Sedan, acontecida el 2 de septiembre de 1870, y la reunificación aprobada el 3 de octubre de 1990. Para celebrarlo, Fusco y Kegli propusieron a los berlineses lavar la ropa sucia en público, pues según dijeron, les habían lavado la historia. Ofrecían detergente gratis, e instalaron cuerdas para tender la colada, cuyo trazado reproducía los arcos del antiguo palacio de los Hohenzollern.

Hubo revuelo desde el primer día. Filomeno Fusco declaró: “Los monumentos habituales son lugares muertos. Las gentes se plantan delante y se acabó. Nosotros hemos creado un monumento donde la gente está activa: lavan lo suyo, se encuentran, discuten…”. El corresponsal de Libération escribió: “Muchos alemanes del Este aprovechan la acción para lavar su amargura”; y una transeúnte grabó su voz para decir que “efectivamente, toda nuestra historia ha sido puesta en remojo, lavada y escurrida. Desde hace diez años, no se hace más que demoler, arrinconar y borrar las huellas de la antigua RDA para hacer como si jamás hubiera existido”. Ante el reproche de que aquellos electrodomésticos, con su volumen y alineación, se inspiraban en el proyecto del Memorial del Holocausto, Kegli y Fosco respondieron con una de las más atrevidas declaraciones que podían hacerse ayer y hoy en Europa, “… nuestro monumento habla del proceso de lavado de la historia de Alemania –no sólo de la RDA–; el monumento de Peter Eisenman visibiliza lo único que puede hacerse visible porque es políticamente correcto hoy: las víctimas del Holocausto”. Lo incorrecto era la historia completa del país, su imagen identitaria y su expresión simbólica, todo ello fue motivo de un profundo conflicto.

El texto urbano de una ciudad es un paisaje de nombres y piezas con el que ofrece un relato para ser descifrado, propone lugares de encuentro (de identidad) y encrucijadas (es decir, conflictos). En los años de la RDA, la aparición de un texto urbano que reivindicaba las tradiciones democráticas e igualitarias universales se producía en un país que vulneraba los derechos de las personas, levantaba un muro humillante (denominado “antifascista”) y estimulaba que medio país persiguiese al otro medio. Por lo que durante la unificación fue sencillo ocultar que el antifascismo no era identificable con el mito obsceno elaborado por el partido en el poder de la RDA, que al fin y al cabo había destruido su valor.

En 1990, el Senado nombró una comisión presidida por Hedwig Haase (CDU), con el fin de crear un nuevo texto para la ciudad, y bien pronto redactó un informe sobre sus criterios de actuación. En el prólogo afirmaba: “La comisión ha partido del principio de que la segunda democracia alemana no tiene razón alguna para rendir homenaje a los hombres y mujeres políticos que han cooperado en la destrucción de la primera democracia [la de Weimar]. La misma razón sirve para los hombres y mujeres políticos que, después de 1933, han combatido una dictadura totalitaria, la de los nacionalsocialistas, para reemplazarla por otra dictadura idéntica, la de los comunistas”.

La población aplaudió la retirada de nombres y monumentos a estalinistas evidentes, pero expresó abundantes quejas, por ejemplo cuando Clara Zetkin dio paso a la princesa Dorotea. Era evidente que la operación aprovechaba la reducción histórica de los hechos para desarticular y deslegitimar las expresiones simbólicas del patrimonio democrático alemán, sus movimientos sociales, dislocar la identidad de los procesos de democratización e identificar democracia con la tradición liberal de orden y autoritarismo.

Ante las quejas, el senador Haase se impuso con una afirmación contundente: “La conciencia histórica de los habitantes de los barrios del Este ha sido tan influenciada y marcada por la política parcial de la RDA que hoy no tienen capacidad para juzgar”.

Además, la comisión asumió un discurso importante en la historiografía alemana; Arnulf Baring, miembro de la comisión, era su voz representativa, y su idea central sostenía que en 1948 los aliados habían utilizado el horror de Auschwitz como instrumento de chantaje a los alemanes para hacerles aceptar más fácilmente la división territorial como un castigo que impidiese su desarrollo normal. “Normalidad” significaba que la RDA no era historia de Alemania, era un paréntesis que hacía sonrojar a su país mucho más que el Holocausto. Saltar por encima de aquellos 40 años y retomar el pasado de Weimar y el Imperio. Se trataba de eso. La Cámara de Diputados del Berlín unificado dejó bien claro lo que debía hacerse en una nota hecha pública en junio de 1992: “Cuando un sistema de Gobierno se disuelve o se revoca, sus monumentos –al menos los que sirven para legitimar y mantener su proyecto y objetivo– no tienen razón de ser”. Más claro el agua, aunque no siempre sucede así, lo sabemos en España.

El 3 de octubre de 2000, al finalizar la exposición, las lavadoras fueron vendidas en pública subasta. No quedó una. Fue el mejor momento, el triunfo de la metáfora. Algo así como sacar la lengua un palmo entre los dientes.

 

Ricard Vinyes es historiador.

 

Publicado por Público-k argitaratua